Según el cristianismo deberíamos avergonzarnos por el pecado de haber nacido. La mancha original que se nos impone desde la cuna parece surgida de una convicción íntima, pero como nadie tiene una escala de valores morales propia (ninguna colectividad podría tolerarlo), si cometemos algún pecado que nos parece venial, pero pueden acarrearnos el repudio de la gente que más nos importa, la vergüenza inducida exagera su gravedad. Conflictos como ese pueden conducir al arrepentimiento, como quieren los catequistas, o a la reincidencia hipócrita y taimada en la travesura prohibida. Entre ambos extremos fluctúa la mayoría de los pecadores. Defender abiertamente conductas reprobadas por la familia, la religión o el núcleo de amigos es un proceso mucho más arduo, pues implica subvertir preceptos grabados con letras de fuego en el inconsciente.
Regaños del tipo: “Debería darte vergüenza”, intentan restablecer un control social de la conducta que se ha ido relajando hasta casi desaparecer. La lucha interior entre la vergüenza y la desvergüenza es en el fondo una pugna entre el sueño robinsoniano y la dura realidad de la vida comunitaria. El fantasma de la soledad amenaza desde las sombras al individuo empecinado en romper ataduras. El peso de los lazos afectivos determina muchas veces que la oposición a uno mismo —es decir, la neurosis— salga victoriosa en esa batalla, pero un transgresor radical, calificado de egoísta por sus seres queridos, quizá nunca pueda ufanarse de haber tomado la decisión correcta: sólo de haber elegido una neurosis distinta. Podemos argumentar con lucidez que tal o cual pecado mortal es lícito, pero la vergüenza es un sentimiento irreductible a los dictados de la razón, que atormenta incluso a quien más seguro está de haberla vencido.

En los círculos permisivos y liberales, un adulto que confiesa no haber podido librarse de la vergüenza puede caer en el mayor descrédito, peor aún si se trata de un escritor. La crítica literaria suele vapulear a los libertinos culposos por darle armas al bando enemigo. Es de buen tono, en cambio, proclamar a gritos el desprecio a la moral de nuestros abuelos. Algunas de esas proclamas tienen un brillo luciferino admirable. “No sabes cómo me arrepiento de mis virtudes”, dijo la poeta peruana Blanca Varela, y en la misma tesitura William Blake sentenció: “El que desea, pero no actúa, engendra pestilencia”. Aforismos como éstos podrían formar un decálogo contrapuesto a las Tablas de la Ley de Moisés. ¿Pero cuál será una veta literaria más fértil: la negación de la vergüenza o su disección sincera? Con el ánimo de calar hondo en los misterios del alma, Witold Gombrowicz aconsejaba en su Diario: “Acércate lo más que puedas a las fuentes de tu vergüenza. Emplea la fuerza de tu razón, tu conciencia, y tu disciplina, los mejores elementos de forma y estilo a tu alcance, todas las técnicas de las que seas capaz, para aproximarte a la misteriosa puerta del jardín donde tu vergüenza florece”.
La metáfora del jardín alude entre líneas a Las flores del mal de Baudelaire, el genio crápula que defendió la hermosura del pecado contra los efectos envilecedores de la culpa. Deslumbrado por el potencial estético y filosófico de la vergüenza, Gombrowicz creía en cambio que su cultivo depara enseñanzas valiosas. ¿Pero cómo distanciarse de un sentimiento tan arraigado para colocarlo en un tubo de ensayo? Con una inteligencia emocional flexible que en el caso de Gombrowicz no busca extirpar la vergüenza, sino verla de reojo. Los novelistas, por lo general, tenemos que hacer ese tipo de contorsiones para introducir un punto de vista crítico en una obra de ficción que nacería muerta si no guardara, también, una fidelidad acrítica al hervor de las emociones. Pero el desdoblamiento entre la conciencia vigilante y la pecadora que propone Gombrowicz no sólo aguijonea la fantasía novelesca: todos los mortales lo practican porque es la materia prima del erotismo.
¿Por qué hay paredes cubiertas de espejos en los hoteles de paso, los templos mayores de la pasión ilícita? Nadie resiste la tentación de mirarse en ellos, imaginando cómo reaccionarían los tribunales de la decencia si presenciaran ese festín obsceno. La vergüenza transformada en malévola provocación revitaliza el instinto. Sin el acicate de burlar al policía o al ángel de la guarda que llevamos dentro, la sexualidad sería una mera función biológica predecible y anodina. El demonio de la perversidad necesita mantener en pie a la oposición que le permite reinar. El calificativo de sinvergüenza ignora que la vergüenza es el mayor acicate del deseo. El morbo desaparecería de la noche a la mañana, con resultados trágicos para la humanidad, si el jardín de la vergüenza llegara a secarse.