
Luis M. Morales
La vida amorosa de Jorge Luis Borges se redujo a una serie de amistades platónicas con mujeres a las que nunca gozó, a pesar de que algunas, como Estela Canto, se lo pidieron con denuedo. En la adolescencia contrajo una fuerte aversión al sexo cuando su padre, un mujeriego incorregible que sedujo a varias amigas de su esposa, lo llevó a un burdel en Ginebra. Era un muchacho hipersensible y nunca se repuso del trauma. Para colmo tuvo una madre posesiva, doña Leonor Acevedo de Borges, que se ponía celosa cuando su hijo le presentaba amigas y recurría a diversas formas de hostigamiento para espantárselas. En 1970, cuando Borges trabajaba en un guion cinematográfico, le confesó a su amigo Bioy Casares: “no tengo idea de cómo escribir una escena de amor”. No sólo evitaba escribir ese tipo de escenas: en los concursos literarios donde fungía como jurado se negaba a premiar cuentos eróticos excelentes, según informa el propio Bioy en el voluminoso diario donde contó los avatares de su larga amistad (Borges, Destino, 2007). El reprimido crónico se había vuelto represor y cualquier descripción de la cópula le parecía una vulgaridad.
La propensión de Borges a sustituir las vivencias por las lecturas pudo contribuir también a distanciarlo de las mujeres. Amaba la naturaleza reflejada en los libros, no la naturaleza en estado bruto. “Más que las lunas de las noches puedo recordar las del verso”, declara en un poema donde evoca las transfiguraciones metafóricas de la luna en la poesía de Quevedo, en el Apocalipsis y en algunas baladas inglesas de la Edad Media. Los tigres de su poesía tampoco son de carne y hueso: “El tigre vocativo de mi verso/ es un tigre de símbolos y sombras/, una serie de tropos literarios y de memorias de la enciclopedia”. Ni siquiera el mar lo conmovía: lo que aguijoneaba su imaginación era “el mar de Ulises y el de aquel otro Ulises que la gente/ del Islam apodó famosamente Es-Sindbad del Mar”. De modo que no sólo rehuyó el amor carnal, sino cualquier otra comunión directa con la naturaleza. Por supuesto, hay una abundante literatura amorosa que Borges conocía y hubiera podido evocar, pero es imposible sustituir la química de las pasiones por las citas literarias sin caer en una falsificación de las emociones. Tal vez por eso prefirió excluir de su obra la mayor dicha y el mayor tormento de la existencia.
La única excepción de esta regla son los “Two english poems”, que dedicó a Beatriz Bibiloni Webster de Bullrich. Fechados en 1934, no los recogió en libro hasta 30 años después en El hacedor, su mejor libro de poesía. En ellos habla el amante apasionado que hubiera podido ser si se hubiera dejado hechizar por el mundo. Mi deficiente apreciación del inglés no me permite saber hasta qué punto Borges le sacó brillo a esa lengua. Pero como emplea un lenguaje sencillo, cualquiera puede apreciar en estos poemas la ansiedad y la fiebre de un auténtico enamorado: I want your hidden look, your real smile –that lonely, mocking smile your cool mirror knows. (Quiero tu mirada oculta, tu verdadera sonrisa, esa burlona, solitaria sonrisa que tu impávido espejo conoce). Con un poco de malicia podríamos suponer que Borges se refiere aquí a la sonrisa vertical, pero no creo que haya sido tan atrevido. De cualquier modo, en esta hermosa dupla de poemas abandonó la flema y el rigor helado que deshumanizan la mayor parte de su obra, elevándola por encima de los mortales: I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bribe you with incertainity, with danger, with defeat. (Puedo darte mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón; estoy tratando de sobornarte con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota). Se expone, pues, abierto en canal, para que Beatriz le corresponda o lo pisotee. Quizá Borges necesitaba el celibato monacal para desarrollar sus geniales intuiciones en el campo de la teología fantástica, pero la ruta que estos poemas señalan le hubiera alegrado mucho la vida.
¿Por qué habrá escrito en inglés sus únicos poemas de amor? Sabemos que la aristocracia cultural rioplatense menospreciaba su propio idioma y a veces Borges incurrió en esa pedantería, pero dudo que el esnobismo haya determinado su mudanza lingüística. Quizá eligió el inglés para incursionar con más libertad en una patria desconocida, el amor, a la que llegaba como un forastero. Aunque en ese poema no se mencionan las apetencias del cuerpo, su tono implorante las presupone. Y como aquí no podía ocultarse detrás de un biombo libresco, necesitaba un escondite de otra índole para suavizar su desfachatez. A Borges le gustaba imaginar destinos paralelos y siempre tuvo nostalgia de lo que pudo haber sido en otras coordenadas existenciales: en este caso, un poeta desinhibido con plena libertad para amar en español.
Enrique Serna