
La mayoría de los escritores tienen que sortear dos tipos de retos vocacionales: la batalla solitaria por crear una obra valiosa y la lucha por imponerla cuando el público la rechaza o la ignora. Como el mundillo literario suele menospreciar a los nuevos valores, la búsqueda de reconocimiento se topa con obstáculos que la obra por sí sola no puede vencer. Un obstinado aspirante a la gloria puede recurrir entonces a la política para persuadir a las autoridades culturales reacias a conceder sellos de prestigio, o a la guerra, impugnando sus juicios desde una tronera de francotirador. Tanto la diplomacia como la revolución persiguen el mismo fin: hacer visible una obra que de otra manera quedaría sepultada en las catacumbas. Todos los ismos de principios del siglo XX siguieron la ruta beligerante, pero congraciarse con la burocracia cultural, las academias o los cenáculos siempre ha redituado más prestigio a los trepadores. Por supuesto, nadie confiesa jamás que se valió de tales argucias para obtener notoriedad o laureles: ocultar el polvo bajo la alfombra es indispensable para alcanzar la anhelada consagración.
Desde la trinchera opuesta, el polaco Witold Gombrowicz (1904-1969) buscó toda la vida consagrarse a puñetazos y lo consiguió cuando ya era viejo. En el voluminoso Diario que empezó a publicar por entregas recién llegado a la Argentina, donde vivió 22 años, nunca ocultó sus grandes ambiciones literarias ni el método elegido para imponerlas: el combate abierto contra todos los críticos o revistas que lo menospreciaran. Los principales escritores polacos eran el blanco favorito de sus ataques, pues tenía la íntima convicción de haberlos superado con creces. Sólo él representaba el verdadero salto al futuro de la literatura universal, y gracias a su talento de polemista, poco a poco fue ganando adeptos entre otros autores y críticos marginales que lo erigieron en cabecilla de una revuelta.
Gombrowicz deploraba que el argumento de autoridad distorsionara la apreciación estética. A su juicio, el público de los museos no podía experimentar un deleite espontáneo porque lo habían predispuesto desde la escuela a venerar de rodillas las obras maestras. Harto de esa admiración borreguil, quiso dinamitarla escribiendo, por ejemplo, una estupenda diatriba Contra los poetas, publicada en México por Tumbona. Sin embargo, cuando publicó en Argentina su novela Ferdydurke, que tradujo al español un equipo de escritores encabezado por el cubano Virgilio Piñera, lamentó no poder utilizar a su favor el argumento de autoridad: “En un medio literario donde nadie confía en nadie, donde no hay gente capaz de imponer un valor, Ferdydurke no puede ganar autoridad alguna. Porque los libros difíciles exigen esfuerzo y la autoridad es indispensable para forzar a la gente a leerlos”. Su queja era infundada, pues en la Argentina de mediados de siglo XX sí había un grupo de escritores que gozaba de credibilidad: el cenáculo de la revista Sur, encabezado por Borges y Bioy Casares. Pero para convencerlos de su valía —se queja Gombrowicz en otra entrada del diario—, hubiera necesitado un sello de prestigio proveniente de París, algo que no consiguió hasta los años 60, cuando ya le faltaba poco para morir.
En la beligerancia de Gombrowicz nunca falta un toque de humor y confieso que por eso disfruté su Diario, a pesar de no coincidir con muchos juicios autoritarios. Sin embargo, sus ficciones adolecen de una proclividad a la disertación que desdibuja a los personajes. En novelas como Ferdydurke y Pornografía (las únicas que conozco y conoceré, pues no me despertaron el apetito para leer otras), dinamitó sin duda las convenciones de la novela tradicional, pero lo que dejó en pie es inferior a ella. A partir de los años 60, Gombrowicz logró imponerse al fin en los círculos literarios de Francia, pero si leemos estas novelas con la misma desconfianza en el argumento de autoridad que su autor propugnaba, de su relumbrón sólo queda el humo. A medio camino entre la literatura del absurdo y la novela de tesis, estas asfixiantes parodias de novela filosófica derrapan a menudo en el galimatías conceptual. Para colmo, la macarrónica versión al español de Ferdydurke, publicada por Seix Barral, demuestra que en materia de traducciones 20 cabezas piensan menos que una. Si Borges o Bioy leyeron este adefesio, tuvieron motivos de sobra para poner en duda la valía de su autor.
Los dispensadores del prestigio creen que pueden imponer al público un régimen de lecturas forzadas, pero el renombre adquirido por decreto se derrumba tarde o temprano, junto con la autoridad que lo impuso. Sólo el arte de la seducción sobrevive a las modas literarias. Los árbitros del gusto nunca podrán abolirlo, aunque hayan conquistado el poder cultural a punta de metralleta.