Sociedad

Que se murió la doña

Un día, varios terrenos aledaños a la casa paterna amanecieron ocupados por casuchas de cartón, erigidas durante la noche y la madrugada por los entonces llamados “paracaidistas”: solicitantes de vivienda que, encabezados por profesionales de las invasiones de terrenos urbanos, ocupan predios para ofrecerlos a sus huestes y luego presionar a las autoridades para la dotación de servicios y la puesta en regla de sus lotes ante el fisco.

Así se hicieron de una propiedad los vecinos y familiares de doña Luz, y poco a poco fueron edificando lo que sería su vivienda, estirando el dinero para cubrir las cuotas para la organización a la que pertenecían y adquirir materiales para la construcción.

Las hermanas Jana, Martha e Isabel Argueta llegaron con sus respectivos maridos y críos. Pronto se aclimataron en los predios que les asignaron y entablaron relaciones vecinales que a la fecha persisten.

Para los primeros pobladores fue un alivio que los baldíos se poblaran, pues así podrían solicitar los servicios urbanos que el ayuntamiento escamoteaba, argumentando que no había la población suficiente para pagarlos.

Los paracaidistas venían del Distrito Federal con la ilusión de obtener un terreno y hacerse propietarios, en lugar de pagar renta por un espacio insalubre y caro que jamás las pertenecería.

Los primeros pobladores eran en su mayoría provincianos, campesinos venidos del campo a la ciudad con la ilusión de mejorar sus condiciones de vida y las de su prole. Los paracaidistas ya eran urbanitas y provenían de barrios bravos como la colonia Morelos, las vecindades de la  colonia Centro, Santa Julia, 20 de Noviembre…

No les resultó difícil adaptarse, pese a que allá contaban con todos los servicios públicos. La posibilidad de lograr que los predios les fueran escriturados compensaba carencias que finalmente las autoridades municipales tendrían que subsanar.

El hecho de arribar al gran salitral como clan les hizo más llevadera la existencia. Mientras se integraban al vecindario, contaban con el apoyo de sus familiares; la costumbre y los chiquillos harían lo demás, pues a éstos les resultaba más fácil que a los adultos establecer relaciones.

Entre juego y juego los niños se enteraban del modo de vida de los primeros pobladores e informaban a sus mayores. Y lo mismo hacían los vástagos de los pioneros. Así, la integración de unos y otros fue por lo común tersa, y con el tiempo se formaron parejas con miembros de uno y otro bando.

Doña Jana, la mayor, fue punta de lanza para que sus jóvenes hermanas congeniaran con las mujeres de la colonia a la que se integraban, aunque mucho ayudó el carácter pacífico de quienes arribaron del campo a la ciudad sin hacer escala en las hacinadas vecindades de la gran urbe. De eso ya hace más de 50 años. Y ahora un moño, un crespón negro, es señal inequívoca de que alguien se fugó de este mundo. Fue doña Jana. Se corre la voz y por la noche la gente acude al velorio llevando café, azúcar y pan para acompañar y convidar a los dolientes.

Emiliano Pérez Cruz*

*Escritor. cronista de Neza

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Emiliano Pérez Cruz
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