Aunque de manera reduccionista, puedo afirmar que la cultura posmoderna y el auge vertiginoso de la tecnología han generado el olvido de una actitud humana fundamental: el aburrimiento.
La facultad humana de la razón que comprende por un lado, la posibilidad de penetrar en la realidad y comprenderla en su esencia y de manera integral así como de entrelazar las intuiciones, las verdades, los procesos, las causas y los argumentos que la confirman, se ha venido desvaneciendo a medida que estas tareas son realizadas en un menor tiempo y con menor esfuerzo por los grandes y sofisticados sistemas de la inteligencia artificial, dejando un desazón en la labor de académicos e investigadores así como un dejo de desesperanza entre quienes habitamos y quienes habitarán este espacio común en algunos años más adelante.
Pensar el mundo es, quizá, una de las actividades preferidas de los filósofos y demás humanistas, de ese pensamiento vienen las grandes ideas y también los más temibles errores de la historia de la humanidad.
Previo a ese pensar el mundo y con él, pensarnos a nosotros, se requiere una actitud de asombro que sea capaz de despertar la curiosidad como vehículo de la observación de las causas últimas de las cosas y de la vida misma.
Esta actitud era la que conservaban los primeros filósofos para intentar desentrañar lo que acontecía frente a sus ojos. Más aún, previo a ese momento de asombro se requiere aburrimiento, esto es, liberar la mente de un que hacer frenético para dejar calmar las aguas del intelecto y que de ese aburrimiento surja la inquietud como permanente actitud de búsqueda.
Pero sucede que antes había tiempo, tiempo para aburrirse, y ahora lo que nos falta es ese tiempo en que uno puede darse a la lúdica tarea de “no hacer nada” y, al mismo tiempo, de “pensar en todo”. No tenemos tiempo para nada, ni si quiera para aburrirnos y no nos aburrimos, no nos asombramos y si no nos asombramos, no nos inquietamos y si no nos inquietamos no buscamos y si no buscamos, no pensamos. Para pensar hay que aburrirse.
Vivimos en una sociedad donde la tecnología invade nuestras vidas y nosotros se lo permitimos y cuando nos sumergimos en sus fauces perdemos la noción del tiempo como el pasar de un instante a otro.
En el mundo virtual nada tiene tiempo porque los instantes se ven solapados por los micro instantes pareciendo todo un continuum ilimitado que solo acumula experiencias, no segundos.
La virtualidad ofrece experiencias para todo y para todos, siempre algo nuevo y siempre algo que se acomoda a ti, a tus preferencias, a tus planes, a tus deseos y cuando ya no lo hace surgen un montón de estímulos para no dejarte aburrir porque, tras de ello, subyace el mandato de no aburrirse: la vida es lo que acontece y no lo que no acontece.
Por eso no pensamos y nos estamos acostumbrando a no pensar.
Tenemos el mundo en la palma de nuestra mano y a menos de tres clics de distancia, esa facilidad y esa rapidez no nos desafían y, por ende, no nos inquietan porque sabemos que nos tomara milésimas de segundos resolver problemas preguntándole a Chat GPT, agendar citas con asistentes virtuales, escuchar la música que nos gusta con Alexa, llegar a un lugar desconocido con asistencia de Waze y, de algún modo, esa comodidad que nos ofrecen las aplicaciones virtuales elimina el tiempo de aburrimiento y de búsqueda; de hecho, su misión es reducir el tiempo que nos llevaría realizar una tarea determinada.
Pero el tiempo tiene la misma función estabilizadora del espacio: permanencia y existencia, lo que no permanece y no existe en el tiempo es algo efímero, que se evapora, que se licúa junto con otros fragmentos que no llegan a ser. De aquí lo peligroso de situar la experiencia humana, el pensamiento humano, la construcción de relaciones sociales, etc en el ámbito de lo que no tiene tiempo ni ocupa espacio.
Resulta, por esto, pertinente pausar y recuperar lo que no se desvanece, es decir, lo que tiene tiempo y ocupa espacio, lo que requiere atención, lo que nace del aburrimiento incluso al grado incluso, de convertir ésteen una virtud que nos permita hacernos pensar, es decir, que nos devuelva la ociosa necesidad de no tener que hacer algo y salirnos del pragmatismo estéril para introducirnos de nuevo en la admiración y el pensamiento que genera.
Solo el aburrimiento nos salvará.
Guardar tiempo para el aburrimiento puede ser entonces un modo subversivo de hacer frente a la voracidad de las experiencias ofrecidas en el mundo virtual. La a (“sin”) experiencia se erige como experiencia humana fundamental para devolvernos de lo virtual sin tiempo a lo humano temporal.
