Quizá la lectura más habitual de Otelo de William Shakespeare es que trata sobre el tema de los celos. Que debido a las intrigas de Yago se van apoderando de la mente de Otelo, hasta que se convence de que su amada Desdémona lo engaña, y no existe ya poder humano que lo convenza de lo contrario, hasta que la obra se precipita a su desenlace fatal.
Si bien los celos y el descenso de Otelo hacia su muy particular infierno son un eje fundamental de la obra, a mi parecer hay uno previo y de mayor alcance, del cual los celos son un fenómeno secundario, que podría ser igualmente ocupado por otra pasión negativa como la envidia, la codicia, etcétera. Pues creo que antes que Otelo el personaje principal es el malvado Yago, y es su resentimiento y deseo de venganza el que sostiene la trama entera. Y como buen resentido, lo que busca no es siquiera algo positivo (ocupar el lugar de Otelo, quedarse con Desdémona, etcétera), sino la mera corrosión de arrastrar hacia su espacio mental y espiritual a aquel de quien desea vengarse. En esa medida, más que instaurar los celos en Otelo (cosa que desde luego también hace), la labor principal de Yago consiste en convertir a su rival en una especie de doble suyo, un ser desconfiado y resentido, que ve injurias por doquier y que, con la mente ya poseída por ese estado mental, no se detiene ante ninguna razón o evidencia en sentido contrario.
Desde el comienzo Yago postula que su odio nace porque Otelo le dio a Casio el lugar de teniente y no a él, y luego se revela como celoso inicial él mismo, pues sin que elabore cómo, postula que al parecer Otelo ha estado con su esposa (“el lascivo Moro ha ocupado mi puesto, idea que roe mis entrañas cual venenoso mineral”), por lo cual se propone arrojarlo “al menos en celos tan violentos que el juicio no los cure”. Y es también el resentimiento el que anima al otro rival de Otelo, el padre de Desdémona, quien lo desprecia por su color de piel y, cuando no le queda más remedio que aceptar el matrimonio con su hija, destila igual un aguijonazo de resentimiento: “Obsérvala, Moro, si tienes ojos para ver. A su padre engañó y puede engañarte a ti”.
De manera que una vez se termina por infectar la mente de Otelo, se vuelve igual que estos seres, cumpliéndoles la fantasía de verlo arrastrado al espacio mental que ellos habitan. Que en particular en el caso de Yago es el motor para armar una compleja trama de intrigas a múltiples bandas que, de nuevo, no tiene siquiera una meta tangible, más que la de extender la corrosión de su alma al entorno que lo rodea. Y cuando Otelo ha dado el pasaje a la violencia verbal y física en contra de Desdémona, interpreta incluso como parte del engaño lo que debería ser evidencia de que se equivoca en sus celos y sospechas, como cuando la doncella Emilia le jura a sangre y fuego que Desdémona es honesta, cuestión que Otelo interpreta como otra prueba más del engaño: “Dice bastante, pero es sólo una alcahueta que no puede decir mucho. Una astuta ramera, un cofre de secretos infames cerrado a cal y canto y, sin embargo, se arrodilla y reza, la he visto hacerlo”.
Y es sólo cuando no hay retorno posible que recobra la razón y vuelve en sí, habiendo ya dado a Yago y al padre de Desdémona la victoria de haberlo convertido en un ser tan resentido y despreciable como ellos. Así que más que un celoso patológico, en lo que cae Otelo es en el aguijón del resentimiento y, una vez equiparado con quienes se proponen infectarlo, destila él mismo su adquirida impotencia hasta traer la ruina de los demás, y en el camino también la de él mismo.