Cultura

Los extranjeros de sí mismos

En la estupenda adaptación cinematográfica de El extranjero de Camus, realizada en 1967 por Luchino Visconti, Marcello Mastroianni hace el papel de Meursault , el hastiado oficinista a quien todo parece darle igual, y así lo expresa prácticamente de principio a fin tanto en el libro como en la película. Al grado de que en el juicio final donde se le juzga por haber dado muerte a un chico árabe, más que por el asesinato parecería que lo juzgan por su carácter, con particular énfasis en la indiferencia que parecería haber mostrado tras la muerte de su madre, como cuando durante el proceso previo al juicio, el juez se despide de él diciéndole: “Se acabó por hoy, señor Anticristo”.

El Meursault de Camus es claramente un antihéroe, porque además lleva a una consecuencia abominable su hastío existencial al disparar en parte porque “hacía mucho calor”. Pero lo curioso es que durante el juicio el crimen parece tener un carácter secundario frente al enjuiciamiento de su carácter y su alma, como si en realidad el delito que hace de antemano que sea culpable fuera el carácter que lo convierte en un peligro para la sociedad: “Sobre todo cuando el vacío del corazón, tal y como lo descubrimos en este hombre, se convierte en un abismo en el que la sociedad puede sucumbir”, advierte en tono sentencioso el fiscal encargado de presentar la acusación.

En un sentido Meursault es la continuación de otros personajes célebres también por su indisposición a actuar o su indiferencia cósmica, como Oblómov, que se pasa recostado las 500 páginas de la novela homónima de Goncharov, o Bartleby el escribiente, que ante cualquier petición laboral de su jefe simplemente responde con la ya célebre frase: “Preferiría no hacerlo”. Sólo que en El extranjero tanto la falta como el castigo se vuelven infinitamente más viscerales que en esas otras dos obras monumentales, pero se podría trazar un linaje de célebres inadaptados literarios, cuya renuencia a actuar, pronunciarse, amar o desear produce una suma extrañeza, tal y como si fueran en efecto un peligro para la sociedad, y quizá por eso es significativo que parezca que en el caso de Meursault su abominable crimen no sea lo principal, sino el carácter del sujeto que lo comete, como si esa y no otra fuera la verdadera ofensa que la sociedad no puede tolerar.

Y ya por último es interesante pensar también en el contraste entre este arquetipo de personajes y el de nuestra época actual, obsesionada con la producción y la autoproducción de uno mismo, así como la expresión incesante y en tiempo real de todos los deseos y emociones, que a menudo parecen más hechas para explotarse y compartirse que lo que pueda tener de anclaje real la sensación o sentimiento como tal. Imaginemos a un Bartleby que se negara a ser medido bajo métricas de productividad o rendimiento, a un aristócrata como Oblómov que simplemente permaneciera tirado en lugar de presumir con fotos, videos y emojis lo único y especial de su exclusiva existencia, o a un Meursault que no sacara partido de su duelo público compartiendo su dolor, sino simplemente dedicándose a vivirlo en privado, cuestión que incluso en la ficción de su época ya ocasionaba el tremendo escozor que ocasiona en la novela de Camus. No existiría una mayor falta en la época del sujeto neoliberal, empeñado en maximizar tanto la calidad de su experiencia de vida, como de posicionarse como producto capaz de influenciar en la experiencia de vida ajena, de preferencia con monetización de por medio. El tribunal de las redes lo juzgaría con la misma o mayor severidad, sin que hiciera falta ningún crimen mayor de por medio que sirviera como vehículo. 


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Eduardo Rabasa
  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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