Cultura

La moral de la ficción

En una charla de la pasada FIL de Guadalajara el célebre guionista y productor Frank Spotnitz—conocido principalmente por su trabajo en Los expedientes secretos X y creador entre varias obras audiovisuales de la serie El hombre en el castillo, basada en la novela homónima de Philip K. Dick— mencionaba, a propósito del escritor John Fante, que el fracaso literario en vida lo había llevado a revivir los demonios vividos en su infancia, y repetir comportamientos de alcoholismo, ludopatía y una turbulenta y abusiva vida doméstica. Sin embargo, al abordarlo como personaje para una novela gráfica, se había enfocado en contar la historia desde una perspectiva humana, retratando sus defectos y carencias sin emitir juicios morales, sino como una historia de fracaso y amor trágicos, donde el único y principal culpable tanto de su desgracia como de la de su esposa e hijos había sido el propio Fante.

Dado que vivimos en una época donde las exigencias morales se han trasladado también a la lectura o contemplación de las obras de ficción, escuchar algo como lo anterior se escucha como profundamente radical, o incluso vintage, y más aplicado a un ser humano real, de carne y hueso, como fue John Fante, pues en la actualidad es más la norma que la propia ficción sea una extensión de la moralidad correcta. Y se espera también de las obras que además del placer o entretenimiento que puedan producir cumplan en general ya sea con una visión un tanto justiciera, o por lo menos pedagógica, como resumió mordazmente el poeta Luis Felipe Fabre en un tuit a propósito de la reciente película de Frankenstein: “Lo que más me gustó de Frankenstein fueron los siete segundos de Óscar Isaac desnudo: lamentablemente no aprendí nada sobre el perdón ni logré sanar mi vida a pesar de esos interminables parlamentos terapéuticos de agonizantes con demasiado aire para morir horriblemente en silencio”.

Pues parecería en el fondo una suerte de borramiento de la distinción entre realidad y ficción, como si los personajes y las obras que protagonizan fueran más bien personas, acaso incluso nuestros familiares o vecinos, con quienes interactuamos emocionalmente incluso casi más que con las personas de carne y hueso que cada vez menos nos rodean. (Como atisbó genialmente Ray Bradbury en Fahrenheit 451, publicada en 1953, donde en los muros de las casas de su sociedad distópica se transmiten una suerte de telenovelas y los habitantes de las casas “interactúan” con los personajes como si fueran sus conocidos; mismo fenómeno de los reality shows o ahora de las celebridades/influencers, donde se genera un vínculo que se percibe como real, al grado de que el diccionario Cambridge nombró como su palabra de 2025 a “parasocial”, término que se refiere al apego emocional unidireccional que los fans experimentan precisamente hacia las celebridades o influencers, precisamente como anticipó Bradbury hace ya más de 70 años). 

Por lo que parecería haber hacia los personajes de ficción, así como hacia las personas reales sobre cuyas vidas se escribe o se diserta, una exigencia de comportarse de manera correcta, y un ostracismo del imperio del algoritmo, o incluso de plano la cancelación, para quienes no se ajusten a las exigencias de una época tan narcisista, que incluso en realidades que no le atañen como las de la ficción, parecería querer proyectar una visión idealizada de sí misma, quizá para sentirse menos culpable de lo que sí se puede considerar como la realidad real.


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Eduardo Rabasa
  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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