En La sodomía en la Nueva España, Luis Felipe Fabre explica que “nefando” viene del latín nefandus y que “quiere decir lo que no se puede decir”. En cierto modo, se podría considerar que con su obra Fabre busca hacer visible lo nefando, trayendo a la luz trozos de historias subterráneas que de otro modo permanecerían en el olvido, como la del juicio y muerte de Juan de la Vega, Cotita, quien en 1657 fue condenado a la hoguera en la Nueva España por haber cometido el imperdonable pecado de la sodomía: “La Justicia:/marioneta que la Santa Doctrina anima”.
Posteriormente, Fabre aborda el caso del indio Miguel de Urbina, quien a causa de la rabia “de yacer/con su mujer y no con el hombre/con el que se comunicaba nefandamente” prende fuego a un Niño Jesús de madera, que se hincha y retuerce de dolor. Con esa venganza simbólica, metafórica, el “retablo de los sodomitas” se apropia del espacio gestual como forma de lacerar un orden para el cual constituyen una amenaza tan mayúscula como para merecer la quema pública. Al convertir al Niño Jesús en “ceniza apagada” y “hielos negros”, Urbina produce una especie de nivelación sacrificial que invierte así sea momentáneamente las rígidas jerarquías de la sociedad colonial.
Este pasaje me recordó a la escena final de My Own Private Idaho, donde los desclasados aúllan, bailan y se abrazan casi primitivamente en el funeral del vagabundo Bob, mientras el ahora respetable personaje de Keanu Reeves escucha solemne la oración funeraria de su padre, como rito de pasaje mediante el cual ahora se convertirá en él, un miembro de la alta sociedad que no tendrá más roces con el submundo homosexual de drogas y desenfreno al que hasta hace poco tiempo tan jovialmente perteneciera.
Roberto Calasso apunta en Ka que es únicamente a través del gesto y el ritual que se suturan las heridas producto del inevitable conflicto que supone procurar vivir en sociedad. Así que una de las vertientes de la obra de Fabre es la de contemporaneizar los gestos nefandos que ni la rigidez más rígida de los distintos órdenes establecidos han logrado acallar, ni siquiera con la hoguera, y la quema del Niño Jesús adquiere un carácter que trasciende de lejos al simple acto. Y ahí donde De la Vega y Urbina pagaron las sentencias de una justicia que obedecía a otros señores que la actual (como bien sabemos, no menos prejuiciosa ni corrupta que la de otras épocas), Fabre los rescata como agujeros mitológicos que rasgan el velo de las estructuras y narrativas dominantes, que por más que se empeñen en su pretensión de unicidad, siempre se toparán con necios devotos, ya sea de la carne o de los distintos placeres prohibidos, que para muchos son la esencia misma de existir.