Pensar en el porvenir es uno de los rasgos más distintivos del ser humano. Nos esforzamos en predecir para enfrentar amenazas, o especulamos con el futuro como ejercicio literario. En la versión optimista de lo que vendrá dominan las visiones que ponen el acento en los avances tecnológicos y científicos. Algo se inventará, pensamos, que nos hará más fácil el trabajo, y nos ampliará el tiempo de ocio. Contaremos con dispositivos para entretenernos, objetos cada vez más inteligentes para movernos y conocer más lugares. Esperamos avances científicos que nos ayuden a vivir más o que evitarán el dolor. Tecnología que nos permitirá tener una economía en eterno crecimiento y que acabará con el hambre y la pobreza.
La humanidad ha avanzado mucho en todos estos aspectos. El trabajo tecnificado nos hace más eficientes que nunca; hay miles de dispositivos para entretenernos, inimaginables hace pocas décadas; Alargamos nuestra esperanza de vida y hay más recursos para evitarnos el dolor. Tenemos cada vez más productos a nuestro alcance para consumir, y se nos prometen productos “reciclables” para hacerlo son remordimiento.
Sin embargo, no evitamos el sufrimiento y las personas viven cada vez más en la soledad y el vacío. El avance en la felicidad humana no ha sido equivalente a ese progreso. El asunto es que si queremos un mejor futuro este no depende de mejorar las cosas, sino de mejorar la forma en que nos vinculamos con la realidad.
Las mejoras en la productividad no tendrán sentido si la economía no nos ayuda a vincularnos de una forma más fraterna, que trascienda la concepción de las personas como meros recursos, o insumos a favor del capital. No hay futuro si no nos vinculamos con la naturaleza de otra forma, como algo que nos engloba, a la que pertenecemos. De nada sirven más herramientas de “comunicación” si domina la superficialidad en nuestras relaciones, o viajar más si observamos todo sin contemplar ni abrirnos a la diferencia.
Necesitamos pensar en nuevas formas de organizarnos que nos ayuden a vincularnos y reconocernos como parte de un solo cuerpo, social. Esto es, una nueva forma de hacer política que no instrumentalice a los ciudadanos para alcanzar las metas personales, sino que ayude a construir las relaciones necesarias para que todos y todas podamos vivir con dignidad. Nuevas formas de vincularnos con nuestra interioridad, que nos ayuden a darle sentido a la vida, incluso al dolor. Recuperar la capacidad de las religiones para re-ligarnos: con la trascendencia, con los rituales que nos dan sentido colectivo; con los demás, y con las utopías fecundas.
Es la transformación de la relación de nosotros con el mundo lo que puede construir un futuro promisorio. Lo bueno es que no tenemos que esperar a que surja un nuevo invento tecnológico para empezar a intentarlo. Está en nosotros iniciarlo.