¿Quién lo iba a decir?, bajo la bóveda dorada y los murales que narran la épica de una nación, el tiempo se dobló sobre sí mismo.
En plena Ciudad de México en el Palacio de Bellas Artes, en ese santuario de la mexicanidad, se conmemoraron 25 años de una película, aquella que cambió el corazón del cine mexicano: “Amores Perros”, esa fiera, desgarrada y magnífica ópera prima que nos mostró el rostro de una Ciudad de México llena de sangre, asfalto y un amor brutal, volvió a casa. Y lo hizo con sus dos padres, por fin, reconciliados.
En una gala donde se proyectó una copia restaurada en 4K del filme celebrado, la reunión de todos los involucrados en la cinta fue la nota, pero lo más emotivo llegó al final cuando subieron al escenario el director Alejandro González Iñárritu y el guionista Guillermo Arriaga, como antes, como entonces hace 25 años, hermanados.
Fue la primera vez en 17 años que compartieron un foro público dedicado a la película que los lanzó a la fama mundial. Se abrazaron. Hubo palabras de reconocimiento mutuo. Entre mezcla de estrellas, colegas y aquellos que vivimos con el latigazo de la cinta en el año 2000, estalló en una ovación que era más que aplausos: era un suspiro colectivo de alivio.
Pero esta columna no es de noticias, es de sentimientos. Y lo que se respiró anoche en Bellas Artes fue la palpable, casi milagrosa, reconciliación de dos titanes cuya ruptura fue tan pública y dolorosa como la de una pareja de rockstars. Tras el éxito arrollador de “Amores Perros”, la grieta se abrió. La autoría del "milagro narrativo" se disputó en entrevistas, en premios (famosa fue la dedicatoria de Iñárritu en los Oscar por “Babel”, omitiendo a Arriaga) y en los pasillos de Hollywood. Fue el "divorcio del siglo" del cine nacional, una herida que sangró sobre el legado de una obra maestra.
Iñárritu, el alquimista de las imágenes, el arquitecto de atmósferas que convirtió el olor a perro mojado y concreto en un personaje más. Arriaga, el cartógrafo de almas, el escritor que teje destinos en colisión con la precisión de un relojero suizo y la furia de un boxeador. Dos talentos colosales, complementarios como el día y la noche, que durante años solo supieron hablarse a través de la distancia y el rencor.
Sin embargo, la noche en Bellas Artes se convirtió en historia. Iñárritu, con la barba cana que delata los viajes interiores de estos años, habló de "sanar". Dijo, con una voz que cargaba el peso de la historia: "Amores Perros nos unió para siempre, de una manera u otra. Es parte de nuestra sangre, de nuestro ser. Guillermo y yo necesitábamos este momento, y México también". Fue un reconocimiento a que algunas obras son más grandes que los egos de sus creadores.
Arriaga, por su parte, el hombre de las palabras, encontró las justas: "El tiempo pone todo en su lugar. Esta película nació de una fe ciega, de una locura compartida. Hoy celebro a Alejandro, celebro a este elenco brillante y celebro a una película que le mostró al mundo que en México se podía narrar con la misma fiereza con la que se vive".
Fue en el abrazo, sin embargo, donde se dijo todo lo no dicho. Un abrazo largo, firme, que parecía devolverle la integridad a la trinidad sagrada de la película: el que escribe, el que dirige, el que ve. En ese gesto se cerraba un círculo. No fue sólo la reconciliación de dos hombres; fue la reconciliación de “Amores Perros” consigo misma.
La película, que habla de segundas oportunidades, de destinos que se cruzan y de la redención que a veces llega con las heridas aún abiertas, por fin vivió su propio y más poético giro de guión. En Bellas Artes, no solo se recordó el llanto de Susana, los ladridos de Cofi o la desesperación de Octavio. Vimos cómo el arte, a veces, puede imitar a la vida de la manera más hermosa: sanando, 25 años después, las heridas que ayudó a crear. El amor, al fin y al cabo, siempre es perro. Pero a veces, solo a veces, vuelve a casa.