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Fascismo

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Todo indica que entramos a un nuevo ciclo de injusticias económicas, odios sociales y violencia política. Más allá de los obligados buenos deseos, el 2023 apunta como un año de estancamiento económico y convulsiones políticas. En ese contexto, el mayor peligro está en el regreso de las fórmulas fascistas.

Fallecida en marzo pasado, Madeleine Albright publicó en 2019 “Fascism, a Warning”, un poderoso ensayo sobre esta maldición. A partir del diálogo con sus alumnos de la Universidad de Georgetown construye una definición que va mucho más allá del uso y abuso de un concepto que en algún momento cita como “el invento político más importante del siglo XX”.

Por supuesto que los dos principales modelos de liderazgo fascista son Benito Mussolini y Adolfo Hitler, dos personajes que llegaron legalmente al poder para, desde ahí, construir liderazgos mesiánicos y autoritarios encaminados a destruir cualquier rastro democrático del sistema anterior.

Y así un número importante de personajes contemporáneos como Vladimir Putin y Donald Trump. Reconociendo en la sed de poder una especie de adicción, que tiende a empeorar, revisa los casos de los líderes recientes de Hungría, Egipto, Venezuela, Camboya, Azerbaiyán, Corea del Norte, Polonia e Inglaterra.

De su recuento, me quedo con cuatro factores comunes a la gran mayoría de los movimientos fascistas:

El fomento de la división. Sea con argumentos raciales, étnicos, nacionalistas o de casi cualquier otro tipo, el fascismo fomenta los peores prejuicios para construir una poderosa y generalmente eficiente narrativa de “ellos contra nosotros”. El fascismo se alimenta del odio.

Liderazgos fuertes y carismáticos. En la mayoría de los casos, el líder fascista se convierte en la voz de El Pueblo. La principal o única voz, la que habla por los más débiles y desprotegidos. Con desdén o franco desprecio, considera al conjunto de instituciones sobre las que construye el nuevo régimen como expresiones perversas de los peores vicios del pasado.

El poder de las mentiras. Al mejor estilo de las grandes religiones (la autora no lo plantea así), el fascismo parte de suponer una verdad superior a todo y a todos, salvo el líder supremo. La verdad o los hechos son minucias que pueden ser ignoradas, ya sea por la intensidad de la retórica del régimen, la eficiencia de su propaganda, el miedo que son capaces de generar o la eficacia de las burbujas mediáticas que aglutinan a las masas de sus seguidores.

El fascismo como síntoma. Al reconocer que el desencanto con las fórmulas democráticas que se expandieron en la mayoría de los países después del fracaso militar de la Alemania nazi y el desmantelamiento de los regímenes coloniales del siglo anterior ha sido la principal puerta por las que llegaron al poder los lideres fascistas –incluidos los casos de Italia y Alemania--, Albright reconoce en la injusticia económica y la incompetencia de las burocracias democráticas como poderosas razones que generan el desencanto, frustración y resentimiento de los diversos grupos sociales que se decantan a favor de las propuestas fáciles de los líderes fascistas.

Quizá por su propia convicción de migrante, diplomática y mujer de pensamiento profundo, la autora no se deja vencer por el pesimismo. Recupera las figuras de Abraham Lincoln y de Nelson Mandela como dos grandes transformadores que no cayeron en la tentación de la autocracia y el totalitarismo.

También destaca los indudables avances sociales del último medio siglo –, un ejemplo: la tasa de pobreza extrema es la menor de la historia mundial--, y subraya su esperanza en que el experimento fascista Americano –Trump--, terminara siendo una especie de paréntesis histórico.

Y sí, con todo y sus 70 millones de votos, siete meses después del fallecimiento de Albright, la democracia electoral sacó a Trump de la Casa Blanca.

César Romero*

*Profesor de la UNAM

cesar196311@gmail.com

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