La reciente renuncia de la rectora de la Universidad de Harvard, Claudine Gay, representa un duro golpe a la libertad académica y de expresión en la educación superior de Estados Unidos, desde el conservadurismo más recalcitrante.
Las razones de su dimisión fueron los casos de supuesto plagio o “torpe citación” de Gay en su trabajo académico, mismos que ella aceptó, y el no haber condenado vehementemente las manifestaciones antisemitas ocurridas en Harvard después del ataque terrorista de Hamas y la devastadora respuesta de Israel en Gaza, en su comparecencia ante el Congreso en diciembre.
Sin embargo, el problema de fondo es otro, más estructural: un sistemático y virulento ataque al papel de las universidades como centros de pensamiento libre y crítico, por momentos contestatario ante diversos conflictos e injusticias sociales. La agresiva campaña contra Gay fue detonada por crecientes dudas sobre su integridad académica, pero conlleva también un tufo de racismo y censura.
¿Tienen derecho los estudiantes pro-palestinos a manifestarse en contra de Israel? Por supuesto que sí. ¿Es tolerable que en dichas manifestaciones llamen al exterminio judío? Por supuesto que no. ¿Es un error encuadrar todos los conflictos desde un simplismo identitario del oprimido vs el opresor? Sin duda.
Lo trascendente aquí es defender que en la universidad se discutan libremente todas las ideas, por más anti-hegemónicas o políticamente incorrectas que para algunos puedan ser. De eso se trata la autonomía universitaria. El caso de Harvard no es el único. Ya el Premio Nobel Paul Krugman ha advertido sobre esta perniciosa tendencia, denunciando las acciones del Gobierno de Florida para prohibir que en sus universidades se enseñen temas vinculados con la justicia social (woke).
Gay cometió errores, pero tiene razón cuando afirma que “las universidades deben mantenerse como espacios independientes donde el valor y la razón se unen para avanzar hacia la verdad, sin importar las fuerzas que tengan en su contra”.
Las principales amenazas para los sistemas de educación superior no vienen del activismo estudiantil, sino del autoritarismo político y la cultura de la cancelación.