Sin ánimo de sonar como el más entusiasta de los optimistas, sigo pensando que esta maldita pandemia debería servirnos para algo más que engordar y aplanar lasa tepalcuanas con tanto jomofis. De hecho, tendría que convertirse en el punto de quiebre para convertirnos en una mejor versión de ese yo que le regalamos al mundo. Jim Morrison, El rey lagarto, vocalista de The Doors y poeta que en el aire las componía, escribió que ninguna recompensa eterna nos perdonará haber desperdiciado el amanecer.
Con esa sentencia tendríamos que andar tamañitos de que pasen los meses de la contingencia y terminemos siendo peores que antes de que iniciara el confinamiento. Y vaya que ha habido oportunidad, tanto para demostrar lo lacras que somos los seres humanos como para enmendar la pifias.
En lo personal, más allá de haber caído en las garras de la papeada una que otra vez y de haber toreado alguna crisis de las buenas, decidí hacer lo que llevaba tiempo pregonando: comer menos y comer mejor. E inicié por donde mandan los cánones, es decir, poniendo manos a la obra.
Michael Pollan sostiene en El dilema del omnívoro que una de las competencias que debieran tener las personas es la capacidad de transformar sus propios alimentos. A pesar de no ser un principiante en la cocina (aunque confieso que soy mejor comedor que cocinador), decidí que era tiempo de aventurarme a preparar aquellos platillos a los que lleva demasiado tiempo sacándoles la vuelta por adicción al trabajo, por falta de entusiasmo y también por fiaca.
Así, comenzaron a bailar las calmadas algunos sospechosos comunes de la cocina tenochca: pambazos (y el infaltable atasque de estufa), mole verde y el consabido ceremonial quesque porque se chiquea, pozolazo de rechupete, caldo de la milpa que extrañamente resultó un verdadero manjar vegano y el experimento de arroces con chile molido, como el guajillo que sobró de los pambacitos y que trajo como resultado un arroz enrojecido digno de paladares exigentes.
De igual forma se impusieron algunas preparaciones de la cocina internacional, como lasagna, espagueti con almejas y camarones con toque de limón perejil, y Boeuf bourguignon o res a la borgoñesa, herencia de la cinta Julie y Julia, en la que la protagonista, Julie Powell, decide honrar a la cocinera Julia Child preparando durante un año las 524 recetas que conforman su libro Perfeccionando el arte de la cocina francesa, entre las que estaba, naturalmente, ese clásico de Borgoña.
Ignoro cuánto tiempo más durará este asunto covidiano, pero creo que si hay algo que podemos hacer para mejorar nuestras vidas y las de quienes nos rodean es compartir la mesa y el resultado de animarnos a encender los fogones, por más que en un principio haya quien hasta el agua se le queme.