Ni duda cabe que los rituales son una de esas derivaciones de la ficción que, así como refuerzan lazos, desencadenan conductas muchas veces inexplicables. Tal celebración de acontecimientos, ya sea a partir de su cronología, recuperación en la memoria o carga simbólica que pueda representar, es un fenómeno del que difícilmente se puede huir. En el marco de la vida al límite en pleno siglo XXI, hay una diversidad de rituales que, sin ánimo de celebrar nada, se ajustan como Dios da entender al trajín diario.
Las vialidades de las ciudades son testigos de actos caóticos y triviales, como esa noble práctica de ceder el paso al conductor que está deseoso de incorporarse a una calle o el gandalla que aprovechó algún resquicio para intentar meterse a la mala, lo que en ambos casos suele traer como resultado la negativa por parte de los parroquianos. En ese mismo contexto, la absurda creencia de que por el mero hecho de encender la direccional surge un salvoconducto mágico, que debería obligar a los demás a detener su marcha y ceder el paso al ocurrente.
En el ámbito de la gastronomía hay un rutina muy mexicana que obliga a los reunidos en torno al fogón a recetarse por aquí y por allá el “provecho”, cosa que funciona más como un acto inconsciente, que como el sincero deseo de que el tragaldabas en cuestión pueda disfrutar de principio a fin sus alimentos.
El hecho es atroz, porque es muy frecuente que el deseos de provecho agarre con la boca llena al otro obligándole a responder en un escenario a todas las luces incómodo. En ese mismo campo culinario se sitúa quien tiene por tradición dejar medianamente presentable la mesa que se ha usado al finalizar el pipirín, pero hay quienes manifiestan su origen avícola dejando la escena patas arriba.
Este inventario de actos podría parecer trivial, de no ser porque dice mucho de quién los lleva a cabo. Para muestra, está un acto en cuya irrelevancia podría residir la mayor fuente de información sobre una persona.
El destino que tiene un carrito de supermercado una vez que ha cumplido la función de transportar los víveres desde la línea de cajas hasta el automóvil.
Me da la impresión de que la gente podría definirse entre quienes tienen el cuidado de llevar el armatoste al sitio donde ordenadamente se pueden conjuntar, y aquellos a quienes importa dos kilos y medio de vergüenza dejar el carrito botado por ahí, quizá creyendo que por propia voluntad acabará encontrando su camino.
Dice la máxima que los pequeños actos son motivo de las grandes circunstancias, como estas conductas simbólicas, en cuya simpleza reside un caudal de hábitos reveladores.