Se nos dijo que serían unas dos semanas, más o menos. Quién se iba a imaginar que ese lapso habría de transformarse en más de veinte meses. Recién se cumplieron cuatro años de queal mundo se le invitó amablemente a retirarse a sus aposentos, guardar la calma y estar enclaustrado hasta nuevo aviso.
Luego de la experiencia derivada de la maldita pandemia mucho se ha escrito, dicho y ensayado a su alrededor y es increíble no sólo cómo nos las arreglamos para sobrevivir más allá del contagio, sino la forma en que la aldea global salió avante deltema.
Contrario a la aseveración benedettiana de que el olvido está lleno de memoria, la fugacidad de los hechos, la continua sucesión de cosas y la infodemia en la cual nos hemos sumergido en los últimos tiempos, ha complicado la lectura del mundo reciente. Tanto que parecen lejanas aquellas imágenes de los que hicieron escasear el papel de baño en los primeros días pandémicos, de quienes vendían aprecio de oro un cubrebocas, o de los que invertían el pan de sus hijos en utensilios para sanitizar el entorno.
Pero también quedan en la memoria que pronto y tanto olvida, las escenas de cretinos en la calle desprovistos de mascarilla, de esos que sabiendo que no debían andar fuera terminaban haciéndolo y de los que se asustaban ante cualquier amago de contagio, ayudando a extender la paranoia. Sin embargo, pocas cosas fueron tan impactantes como el ánimo colectivo respirado en aquellos días, pasado por los influjos del terror, la tristeza y la desolación, y también por la capacidad de resiliencia de un mundo que antaño habría tenido que esperar décadas para sobreponerse.
Si algo se puede decir luego de todo esto es que como mundo aprendimos demasiado y muy poco.La idea de hacer trabajo a distancia, sin la monserga de la presencialidad burocrática, es uno de los pendientes que probablemente ya no se atenderán.
Y algo más se nos fue de las manos. Nos fuimos a casa llevando a cuestas la responsabilidad de cumplir pese a todo, con la obligación entre líneas de estar disponible desde temprana hora y hasta entrada a la noche.
Y volvimos a la brega con cargas de trabajo que lejos de disminuir se incrementaron, quizá con el deseo iluso de recuperar el tiempo perdido o de producir lo que sea a toda hora y sin medida, no vaya a ser que el mundo, ahora sí, se nos fuera a acabar.
Para pasar mejor el trance he decidido tararear la banda sonora de aquellos tiempos en que guardados estábamos seguros, viendo el mundo afuera caerse a pedazos. Estábamos en casa, con nuestras pequeñas y locales certezas, mientras Leiva, el ibérico, daba cuenta de La estación eterna, canción con la que celebraba sus cuarenta en cuarentena.