En memoria de Norma Lizbeth
En las afueras de una secundaria en San Juan Teotihuacán, a plena luz del día, un grupo de estudiantes se reúne a presenciar una escena escalofriante. Varios chicos graban con su teléfono mientras una alumna golpea repetidamente a otra en la cabeza con lo que parece ser una piedra. La víctima alza los brazos para protegerse, pero su agresora la tira del pelo hacia el piso, en donde la sigue golpeando en la nuca. Estallan risas y vítores. Pégale fuerte. Fuerte. Dale una en la cara. Nadie se acerca a detener el atroz espectáculo.
A Lizbeth le detectaron la nariz rota, la curaron y enviaron de vuelta al colegio. La directora suspendió a las dos menores durante un mes. Al llegar a casa, sus padres la llevaron a un hospital, en el que le recetaron analgésicos y desinflamatorios. No le practicaron una tomografía sino hasta semanas después cuando, tras experimentar vómitos y mareos, Lizbeth falleció en manos de su familia. La autopsia reveló como causa de muerte traumatismo craneoencefálico.
Lizbeth tenía 14 años, y le faltaban unos meses para terminar la secundaria. Su caso nos cimbró como sociedad y nos indigna profundamente.
Lo que le ocurrió no es un accidente. A Lizbeth le fallaron todos.
Le fallaron sus compañeros de clase, que la acosaron todos los días hasta romperla. Que no dejaban de insultarla. Que la hostigaban y le lanzaban expresiones racistas y clasistas. Que la dejaron sola.
Le fallaron sus profesoras y profesores, que no hicieron nada por defenderla. Que presenciaron todos los días la exclusión, el hostigamiento, las amenazas, las agresiones verbales, y prefirieron guardar silencio antes que intervenir.
Le fallaron las autoridades escolares, que estaban a cargo de su integridad y de su vida. Que tenían la obligación de velar porque en la escuela impere un ambiente seguro, en el que pueda aprender y desarrollarse con libertad. En el que pueda soñar con un proyecto de vida y alcanzar su felicidad. Porque sabían que a Lizbeth la acosaban. Porque decidieron quedarse de brazos cruzados.
Ante todo, a Lizbeth le falló la sociedad. Porque su caso no es un hecho aislado. Es el síntoma de un problema más amplio y profundo: la presencia generalizada del acoso escolar en todo nuestro país, expresión de una cultura de violencia y deshumanización que nos está quitando vidas.
Hace casi 10 años, la Suprema Corte reconoció por primera vez que las niñas y los niños tienen el derecho a desarrollarse en un ambiente libre de acoso, en el que las escuelas adopten medidas para prevenir y erradicar este fenómeno. Por desgracia, la historia de Lizbeth nos muestra que todavía hay un largo camino por recorrer.
Es momento de que las escuelas se tomen en serio este deber. Están obligadas a garantizar que las niñas y niños se desarrollen en un ambiente libre de violencia, en el que se respeten plenamente sus derechos humanos. Está en sus manos desterrar la cultura del miedo, propiciar un entorno de respeto e inclusión, y generar herramientas para identificar los casos latentes de bullying, impedir que la violencia persista o escale, y brindar apoyo integral a las víctimas y sus familiares en todo momento.
Como lo establecimos en 2015, las escuelas, públicas y privadas, deben adoptar una política de cero tolerancia hacia el acoso escolar, en el que todas las personas sepan identificar y responder adecuadamente ante este fenómeno, y en el que las consecuencias se apliquen de manera irrestricta.
A Lizbeth le fallamos todos, y por ello todos somos responsables.
Nos corresponde construir una cultura diferente: de paz, empatía y humanidad, en la que la violencia nunca esté permitida. Una cultura en la que todas las personas sean igualmente respetadas, e imperen la compasión, la diversidad y la inclusión. En la que las agresiones no sean vistas como algo normal. En la que las niñas y los niños asuman el respeto por los derechos humanos como un valor fundamental, y como una práctica de vida.
En la que la historia de Lizbeth nunca se repita. Empecemos hoy.