Tristemente, México es un país partido en mitades. Una mitad tiene altos valores éticos y morales; la otra mitad, no. Una mitad es altamente educada; la otra mitad da pena. Una mitad es profundamente respetuosa de la ley y el orden; a la otra mitad, no le interesa.
A partir de nuestros automáticos e irracionales complejos, podría parecer que esta división radica en las evidentes brechas económicas y sociales que nos separan. No es así. La falta de valores, educación y respeto, en el caso de nuestro país, poco o nada tiene que ver con el ingreso económico. La misma falta de valores exhibe un ladrón de billeteras o un narcotraficante, que un facturero o un prestanombres. No importa el nivel socioeconómico: los cuatro son unos delincuentes sin moral.
Desde otro de nuestros falsos prejuicios, igualmente sería erróneo suponer que el nivel educativo depende del lugar en que nacimos. Basta ver las redes sociales, para entender que hay personas de origen modesto que escriben con propiedad, mientras sobran los privilegiados cuya ortografía, redacción y sintaxis son dolorosas a la vista. De hecho, dudo mucho que siquiera sepan qué significa sintaxis.
El respeto a la ley y al orden es otro plato duro de digerir. La gravísima incapacidad de mostrar consideración por las otras personas, inexistente entre grandes sectores de la población de este país, no es un tema de tonos de piel: igual bloquean una entrada de auto en Oaxaca, que tocan música estridente a las 3 de la mañana en Polanco.
Por todo esto, aunque a simple vista pareciera que México está dividido por ingreso, color de piel o región de residencia, como nos han hecho creer, hay una división más cruel y grave, que radica en lo que no se ve. Es una división que lastima, porque depende en realidad de factores que perviven dentro del ser y el hacer de una población que es diametralmente distinta e irreconciliable entre sí. Es posible que un rubio conviva con un moreno. Hemos aprendido a que un regio puede tratar con un yucateco. Lo que es imposible es que una persona decente conviva con un rufián o que alguien que valora al prójimo logre entender a un pelafustán.
La tragedia de las dos mitades de México es una que no se resuelve con comisiones de igualdad o de inclusión. En realidad es una que tardará mucho tiempo en dirimirse, porque depende de construir cualidades humanas en el hogar, en la escuela y en la sociedad, que hoy brillan por su ausencia, pues en principio, ni siquiera se reconocen como necesarias. Por ello, el desafío de la igualdad en México es profundo. Nuestro país no sólo requiere de políticas públicas; necesita una transformación cultural que regenere el tejido moral desde sus raíces. Algo que, lamentablemente, ni hoy ni nunca ha tenido atajos. Es la reflexión nacional de tu Sala de Consejo semanal.