Bajo la superficie amable del deporte más popular del planeta, la diplomacia del fútbol se ha convertido en un tablero geopolítico donde cada país juega, con mayor o menor sutileza, sus intereses estratégicos. Ahora que el siguiente Mundial asoma en el horizonte, todas las naciones han comenzado a mover sus piezas, no sólo en las canchas, sino en el escenario global, aprovechando la visibilidad incomparable que ofrece la FIFA y su maquinaria planetaria de atención.
Estados Unidos, bajo el estilo personalísimo de Donald Trump, ha entendido el torneo como un escaparate político. Su apuesta es total: convertir el Mundial en un vehículo de reposicionamiento internacional y, de paso, en una plataforma para reafirmar su idea de liderazgo, imponiendo decisiones nacionales a la FIFA, que ha tenido que ceder a todo. Trump busca que la Copa se lea como un triunfo estadounidense, incluso cuando se trate de un esfuerzo compartido. En su narrativa, el fútbol termina siendo otro frente en el que desea demostrar fuerza, control y supremacía, buscando probar que la pelota también obedece órdenes ejecutivas.
Canadá, en contraste, ha decidido jugar un partido mucho más sereno y pragmático. Ha entendido que participar en la organización de un Mundial no sólo es un ejercicio de prestigio, sino una oportunidad para proyectarse como un país funcional, ordenado y, sobre todo, confiable. Ottawa se mueve con su estilo habitual: diplomacia silenciosa, eficiencia administrativa y un cálculo fino de beneficios económicos. Sin estridencias, Canadá demuestra que también en el deporte se puede influir sin necesidad de gritar.
México, por su parte, está intentando capitalizar el torneo como un símbolo de estabilidad y modernidad. Participar en el Mundial es, para el gobierno mexicano, una forma de reclamar un espacio de respeto internacional, después de años de mala prensa. Y, por ello, México apuesta a que la fiesta global del fútbol sirva para cohesionar y proyectar una imagen de un país articulado.
Y como si la geopolítica tradicional no fuese suficiente, ahora hasta Rusia planea organizar una Copa del Mundo alterna para los equipos que no clasifiquen. Un gesto tan peculiar como profundamente ruso: Moscú busca construir un nuevo foro deportivo paralelo, una especie de anti-Mundial en el que pueda ejercer influencia sin depender del orden internacional del que hoy se encuentra marginado.
Al final, lo que este panorama confirma es que también en el deporte, y particularmente en el fútbol, se juegan intereses globales. La pelota rueda, sí; pero detrás de ella ruedan también ambiciones, estrategias y símbolos de poder. Y esta es la lectura con tiro penal de tu Sala de Consejo semanal.