Dos eventos fundamentales para América Latina sufrieron recientemente alteraciones abruptas: por un lado, la cancelación de la Cumbre de las Américas; por el otro, la errática asistencia a la Cumbre CELAC–Unión Europea. Ambos hechos, ocurridos con días de diferencia, revelan algo más profundo que simples desajustes logísticos: muestran cómo la ideología está reconfigurando, para mal, la relación continental.
Durante décadas, América Latina supo navegar sus diferencias políticas sin sacrificar los espacios de encuentro. La pluralidad ideológica —de izquierdas, derechas y matices intermedios— nunca impidió sentarse a dialogar. Al contrario: la heterogeneidad solía ser el punto de partida para construir coincidencias para afrontar desafíos compartidos. Hoy, esa tradición parece estar extinguiéndose.
La cancelación de la Cumbre de las Américas simboliza la erosión de esa práctica diplomática. Lo que debía ser un foro hemisférico se transformó en una suerte de examen ideológico donde cada país calculó el costo político de asistir. Bajo esa lógica, la diplomacia dejó de ser un instrumento y se convirtió en rehén de una narrativa que sólo parece admitir o adhesión absoluta o ruptura total.
En la Cumbre CELAC–Unión Europea ocurrió algo similar. La asistencia fragmentada, las sillas vacías y las presencias condicionadas evidenciaron el mismo fenómeno: países que prefieren demostrar lealtad doctrinaria por encima de aprovechar plataformas multilaterales que, en cualquier otra época, habrían sido consideradas irrenunciables. América Latina, que históricamente presumía su capacidad de actuar unida frente a otros bloques, hoy parece incapaz de presentarse coherente ante sí misma.
La región está cayendo en una paradoja peligrosa. Mientras el mundo se reorganiza en bloques cada vez más definidos, nosotros optamos por debilitarnos desde dentro. No porque existan discrepancias insalvables, sino porque hemos permitido que las posturas suplanten a la diplomacia, y que la política determine la agenda internacional. Lo que antes era un espacio para construir confianza, hoy es un campo de batalla simbólica regional.
Si América Latina quiere evitar su propia irrelevancia, debe recuperar la memoria de lo que alguna vez fue: un continente capaz de dialogar incluso en medio de sus peores tensiones. La integración no avanza con afinidades, sino con la convicción de que los problemas comunes se resuelven mejor unidos que aislados. En tanto no lo entendamos, seguiremos viendo cumbres que se cancelan y reuniones que se vacían, mientras la polarización dicta la diplomacia y el continente se reduce a una suma de trincheras. Es la advertencia regional de tu Sala de Consejo semanal.