El pasado fin de semana, la visa estadounidense del presidente colombiano Gustavo Petro Urrego fue revocada. Este no fue, como intentó justificarlo el gobierno colombiano, un hecho aislado ni estrictamente ligado a su defensa de Palestina. La medida se tomó tras un acto que excedió lo simbólico: Petro, en una protesta en Nueva York, no sólo manifestó su respaldo a la causa palestina, sino que exhortó a los soldados estadounidenses a desobedecer al presidente Donald Trump y a “obedecer las órdenes de la humanidad”. Ese llamado directo a la insubordinación militar cruzó una línea roja en la relación bilateral.
El episodio envía mensajes claros. Primero, que Estados Unidos está dispuesto a utilizar todas sus herramientas administrativas, incluida la cancelación de visas, contra cualquier figura —sin importar su rango— que busque fomentar el desorden dentro de su territorio. Segundo, que no se trata de un castigo a la libertad de expresión. Numerosos mandatarios expresaron solidaridad con Palestina en la Asamblea General de la ONU y ninguno fue sancionado. La diferencia es que Petro convirtió un acto político en un desafío directo al orden militar estadounidense. Algo visto como imperdonable en aquel país.
Desde Bogotá, la reacción de Petro dejó entrever sus intenciones. Primero, intentó minimizar el golpe diplomático y presentarlo como un costo de su defensa de Palestina. Sin embargo, el trasfondo responde a su estrategia política interna. Con niveles de aprobación históricamente bajos, el presidente colombiano necesita construir un enemigo externo que le permita cohesionar a ciertos sectores en torno a su proyecto. Para Petro, confrontar al “imperio” representa un intento desesperado de revivir un liderazgo que hoy se encuentra debilitado.
Washington, por su parte, enfrentaba un dilema: ignorar el desafío de Petro o sancionarlo. Optó por lo segundo, convencido de que, aun con la narrativa victimista del mandatario, su capacidad de movilizar apoyos en Colombia es mínima. La apuesta parece acertada: más allá de tibias expresiones de respaldo, el gobierno colombiano enfrenta en silencio el temor de que la medida se extienda a ministros y altos funcionarios. La posibilidad de que familias con bienes e hijos estudiando en Estados Unidos se vean afectadas es un fantasma aterrador que recorre el Palacio de Nariño.
Petro ha querido mostrarse invulnerable al recordar que también posee ciudadanía italiana. Pero olvida que Italia, bajo la primera ministra Giorgia Meloni, es uno de los aliados más cercanos de Trump en Europa. Nada impediría, en un escenario de mayor tensión, que también se le retirara esa protección. En ese caso, el presidente colombiano quedaría atrapado en su propio país, enfrentando no sólo la erosión de su movimiento político en las urnas, sino también la perspectiva de un aislamiento internacional que haría de su discurso épico un arma vacía.
Y es que en la diplomacia, como en la política, la forma importa tanto como el fondo. Petro eligió desafiar a Washington en su propio terreno. El costo, hoy, es mucho más alto de lo que quiso admitir. Esta es la lectura extraoficial de tu Sala de Consejo semanal.