En entrevista con Edward Luce el mes pasado para The Financial Times, Henry Kissinger ha asegurado que la invasión a Ucrania anuncia el fin de una era. Si esto es cierto es difícil de saber: lo mismo se aseguró durante el desmembramiento de la Unión Soviética, la invasión a Irak, la crisis económica de 2008 y la pandemia por coronavirus… Concedámoslo: clamar fines y decretar inicios parece hábito esotérico de las sociedades humanas. Pero el vaticinio de Kissinger, sea cual sea la opinión que tengamos de él, acaso se revele más certero; al final de cuentas, él ha sido uno de los principales artífices del último orden mundial.
Las declaraciones de Kissinger me han puesto a pensar en otro personaje que acompaña el arco de una era: François-René vizconde de Chateaubriand. Su vida inicia en el Antiguo Régimen y se extiende hasta 1848, cuyas revoluciones alcanza todavía a contemplar mientras agoniza. Pierde a gran parte de su familia durante el periodo jacobino y decide convertirse él mismo en un personaje romántico: cruza el océano para recorrer Estados Unidos y, tras enterarse del asesinato del duque de Enghien, resuelve regresar a Europa para combatir a Bonaparte. Y ahí su vida toda deviene un espejo de la historia francesa: participa —sea a favor o en contra— en el Imperio, la Restauración y la Revolución de 1830.
La trayectoria de Kissinger, por su parte, no carece de menor lustre: transcurre del fin de la Primera Guerra Mundial a nuestros días, participando de una u otra manera en cada uno de los grandes acontecimientos que ahí se envuelven. Es parte del ejército aliado en la Segunda Guerra Mundial y, una vez de regreso en los Estados Unidos, estudia en Harvard. El resto es de dominio común: fue consejero de Seguridad Nacional y secretario de Estado de los gobiernos Nixon y Ford, que es donde desplegó sus poderes más brillantes —a veces audaces, otras siniestros— para recomponer el orden de la posguerra que se resquebrajaba. Y desde entonces no ha salido del gran teatro de la política: como consultor privado, incide tanto o más que antes, desde la comodidad del anonimato y el desgaste que exige la administración pública.
Chateaubriand y Kissinger comparten la conciencia de que se transita hacia un nuevo mundo y, mejor aún, escriben sobre ello. Pero, de sensibilidades distintas, se distinguen el uno del otro en un punto esencial: el francés se erige como un perdedor, como el último detentor de un pasado que ya no existe. Es un hombre de valores y prefiere perecer a traicionarse. Su venganza no es política sino literaria: y ahí están sus Memorias de ultratumba para confirmarlo. Kissinger —pragmático, cínico y eficaz hasta donde un político puede serlo— se muestra más bien asertivo frente a las incertidumbres del futuro. Desde hace más de cuarenta años, cada uno de sus libros —y especialmente sus Memorias— son un esfuerzo por entenderlo y, de ser posible, incidirlo.
Hay tantas perspectivas como temperamentos.
Antonio Nájera Irigoyen