Circulando por Patriotismo, a la altura de la colonia Condesa, hay una plaza levantada en honor a los grandes compositores mexicanos que contó con el arte del escultor Sergio Peraza para crear los bustos de esos maestros que pusieron música al México del siglo XX: Consuelito Velázquez, José Alfredo Jiménez, José Ángel Espinosa y otros monstruos de esas dimensiones.
Como ha pasado en otro espacio emblemático de Ciudad de México, la avenida Álvaro Obregón de la colonia Roma, acá también se han llevado las esculturas y nadie sabe nada desde principios de año, cuando incluso hubo una denuncia. Se dice que el robo de estas piezas tiene como pedestre objetivo, antes que conservarlas como un tesoro, así sea mal habido, el de fundir el bronce y venderlo.
Viendo estos días la desolación de la plaza de marras, que bien pudiera considerársele en condición de decapitación masiva, recordé un episodio que cuenta la leyenda de Père Lachaise, aquel famoso cementerio francés en el que abundan las estrellas de todo giro, desde Chopin y Méliès hasta Wilde y Balzac.
Hasta principios de los años noventa, cuando Oliver Stone filmó su gran película sobre Jim Morrison, la tumba del Rey Lagarto estaba coronada por un busto en el que aquel chico rebelde que murió a los 27 años un 3 de julio te miraba con serenidad, su melena al cuello y con una imagen a la que remite toda escultura del tipo: como si el personaje estuviera sujeto en una camisa de fuerza.
El busto duraba unos cuantos días limpio, porque las legiones de seguidores que peregrinan por ahí para venerar al cantante y poeta pintarrajeaban el busto con aerosoles coloridos que hacían de la pieza una auténtica obra de arte sicodélica que ya hubiera querido Andy Warhol. Sin embargo, el motivo de que fuera removido de la tumba fue otro.
Cuenta la leyenda parisiense que una noche dos mexicanos fueron pillados cuando pretendían volar el busto por la barda del cementerio, para usar un término de mudanza, y hoy solo es posible conocerlo por documentales o postales.