La muerte de Berenice y Miguel Ángel ha vuelto a poner sobre la mesa la precariedad laboral a la que se han resignado las juventudes dedicadas a la creatividad en este país. Creo que las instituciones educativas han contribuido al centrar su currículo en la producción, obedeciendo al tácito mandato capitalista que exige del sistema mano de obra barata y acrítica.
Creo que hay una responsabilidad fundamental en el hecho de haber desprovisto a los estudiantes de las herramientas teóricas y críticas para reclamar sus derechos y contribuir a la mejora del mundo desde la exigencia organizada de condiciones dignas de trabajo.
Pareciera que hemos aceptado la precariedad del mundo laboral de la creatividad y nos hemos condenado a su inevitabilidad con argumentos cínicos que van desde que la justificación romántica de la pasión por sobre la retribución, la gracia divina que implica dedicarse a lo que nos gusta, el “privilegio” de estar empleado (sea como fuere) en un universo laboral saturadísimo, la confusión comodina del trabajo que se paga con la posibilidad de darse a conocer, la idea de que hay un estilo de favor en las empresas productoras que sirven como auténticas formadoras al suplir los vacíos tecnológicos de las instituciones públicas (o sea, el típico: “aquí vas a tener la oportunidad de aprender de verdad”), etc.
Esas ideas condenan a egresados de facultades de comunicación e industrias creativas (sobre todo de universidades públicas) a aceptar condiciones laborales absolutamente fuera de la ley y que los ponen en situaciones de vulnerabilidad que hechos como la imprudencia del Ceremonia hacen evidentes.
El Estado también ha contribuido al problema, pues ha sido incapaz de dignificar el trabajo creativo y artístico más allá de su exhibición folklórica o mediante el sistema de integración de minorías o de cuotas de inclusión. Incertidumbre, pagos aplazados por meses, requisitos insufribles para cobrar servicios, por un lado. Salarios paupérrimos, condiciones indignas y cero estabilidad, por el otro. E irremediablemente pienso en mis alumnos, su ilusión de pertenecer a un universo brillante por su condición de superficialidad e inmediatez y las pocas herramientas ideológicas y críticas que les son ofrecidas para exigir la dignificación de sus condiciones laborales.
Ojalá que la injusta e indignante ausencia de Berenice y Miguel Ángel sea un aliciente para que los legisladores (más allá de la viralidad y el capital político-electoral) propongan la objetiva revisión de las condiciones laborales a las que estamos condenados creativos, artistas, comunicólogos, y todos quienes integramos eso que, en algún momento, llamamos la industria naranja.