
Recuerdo cuando mi hijo era un bebé. Viajábamos en el coche, él lloraba desconsolado y yo sentía que el estrés me rebasaba. Hasta que, sin pensarlo mucho, encendí la música. En cuestión de segundos, la tensión bajó y él se calmó. Fue un alivio tan grande que desde entonces la música se convirtió en mi aliada en momentos difíciles.
Hace poco recordé esa escena porque una amiga nos acompañó en el coche y le sorprendió darse cuenta de que tenemos canciones específicas para distintos momentos del día. Me dijo: “¡Nunca lo había visto! Qué curioso que uses la música como si fuera un mapa para tus rutinas”. Y fue ahí cuando decidí investigar más a fondo qué dice la ciencia sobre este poder invisible de la música.
Lo que encontré me dejó maravillada, especialmente porque tiene que ver con genética y longevidad. En 2015, investigadores de la Universidad de Helsinki demostraron que escuchar música puede llegar hasta nuestros genes. En su estudio, varias personas escucharon durante 20 minutos el Concierto para violín nº 3 en sol mayor de Mozart, y se les tomaron muestras de sangre antes y después. El hallazgo fue fascinante: se activaron genes relacionados con la memoria, el aprendizaje, la regulación de la dopamina (la molécula del placer y la motivación) e incluso con la neuroprotección.
Al mismo tiempo, se redujo la actividad de genes vinculados con la inflamación y la neurodegeneración.
En palabras sencillas: la música no solo alegra el corazón, también protege al cerebro.
Y algo más: el efecto fue más fuerte en quienes tenían educación musical o estaban más familiarizados con la música. Esto significa que escuchar con atención, cantar, aprender un instrumento o simplemente dejarse envolver por las melodías con regularidad puede convertirse en un verdadero acto de salud.
Porque la música no solo modifica procesos genéticos: también calma nuestro sistema nervioso, nos puede ayudar a practicar otro idioma, nos conecta con recuerdos de la infancia o con personas que amamos.
Una canción puede transformar el ambiente de una habitación, dar calma en un hospital, motivación en un entrenamiento, alegría en una reunión familiar o arrullo por la noche antes de dormir.
Tiene la capacidad de transportarnos a otros momentos de nuestra vida y hacernos sentir, aunque sea por un instante, que el tiempo se detiene.
Vivimos rodeados de ruido, notificaciones y prisa. En medio de tanto estímulo, la música puede ser un refugio y, al mismo tiempo, un medicamento invisible que trabaja dentro de nosotros.
Si la ciencia ya mostró que una obra de Mozart puede modificar la expresión de nuestros genes, ¿te imaginas lo que puede hacer el hábito de escuchar música que te inspira todos los días?
En mi caso, mi hijo y yo hemos creado un pequeño ritual con la música. Antes de sus partidos de soccer escuchamos canciones que lo llenan de energía y lo ayudan a concentrarse; al salir de la escuela elegimos melodías relajantes; cuando vamos a una fiesta ponemos música más alegre que nos ayuda a entrar en el ambiente. La música nos acompaña, nos conecta y, sin darnos cuenta, también nos protege.
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