Uno de los motores del ascenso del populismo es el repudio a las élites económicas provocado por la creciente desigualdad. Si a eso se agrega la corrupción de cúpulas políticas que defienden los intereses de los ricos en detrimento de los pobres, se entiende que mucha gente esté enojada con el establishment. Se entiende y se justifica.
Pero ese justificable enojo lleva al reino de la post racionalidad cuando el rechazo se extiende a las élites científicas. Algunos movimientos antivacunas que brotaron en la pandemia covid lo ejemplifican. Bajo la lógica marxista, que aunque no comparto sí entiendo, mientras haya propiedad privada de los medios de producción todo se subordinará al gran capital, incluidas la ciencia y la tecnología; por tanto, producir medicamentos sin dañar al pueblo presupone abolir el capitalismo. Si bien nadie puede negar que las transnacionales farmacéuticas son capaces de todo con tal de maximizar sus ganancias, nadie debería soslayar que los laboratorios de un Estado socialista pueden cometer atrocidades en nombre del proletariado. Por eso los socialdemócratas preferimos la convivencia de un sistema de salud pública universal con la regulación estatal de las empresas privadas del sector y una sociedad vigilante.
Pero los anti-vaxxers nada tienen que ver con el marxismo. Están más cerca del movimiento religioso que surgió con ese fin en el siglo XVIII y credos populistas como los que hoy apoyan a Donald Trump en Estados Unidos, un peculiar amasijo de antielitismo libertario que no acabo de entender. Es decir, se niegan a vacunarse porque creen en teorías conspiracionistas —algún magnate quiere inyectarnos algo para controlarnos— o en el mejor de los casos porque defienden su libertad a decidir sobre su cuerpo —paradójico parecido a su némesis en grupos pro-choice— y consideran que esta vacuna es defectuosa. Lo curioso es que quienes lo determinan no son científicos. Y una cosa es criticar una política pública en salubridad y muy otra descalificar a expertos en biología molecular.
He aquí lo preocupante: tras del ataque a las élites está el móvil de prescindir tanto de la intermediación como de la especialización. Ese tipo de populismo no solo se opone a los representantes políticos en aras de una supuesta democracia directa sino también a los estudiosos de las ciencias, y su premisa es que la sociedad no necesita intermediarios ni con el poder ni con el saber. Cierto, internet democratizó la información y ahora casi todos tenemos acceso a ella, pero transformarla en conocimiento presupone un entrenamiento que no todos tenemos. Por eso siguen existiendo las universidades, con todo y exámenes y grados académicos. Pregonar el fin de la representación —aunque sea un disfraz del deseo de reducirla a un solo representante—, despreciar los posgrados, decir que la economía o la aeronáutica o la medicina son fáciles y cualquiera puede dominarlas es vil soberbia. Churchill diría que el cáncer no puede curarse con una mayoría de votos; yo agregaría que las vacunas que han salvado millones de vidas no fueron creadas por diletantes que leyeron un par de artículos con el afán de trocar ignorancia individual en sabiduría colectiva.
Cuidado. La oclocracia no saca a la democracia de su crisis: solo la destruye.
@abasave