Creo que a estas alturas del partido ya quedan pocas dudas de que nuestra apuesta obligada frente a Estados Unidos es crear las condiciones para que Donald Trump extienda su noción de autarquía a Norteamérica. Es decir, contribuir a que las fuerzas económicas lo empujen a incluir a México y Canadá en la entidad productiva “autosuficiente” que, según los dictados de su cosmovisión aislacionista, ha de proteger, porque solo en esa alianza trilateral podrá competir exitosamente con China y defender los intereses de su país. ¡Se dice fácil!
Lo que puede hacer que esta misión no sea imposible es que no existe un proyecto geopolítico trumpiano, y por tanto hay margen de maleabilidad. Eso de que tiene claro el mundo que quiere construir es el sueño guajiro de ideólogos desplazados. Trump no planea, se mueve por instinto a partir de unas cuantas ideas elementales, y la única ley que respeta es la ley de la selva. Si paró su blitzkrieg arancelario fue porque los mercados le anunciaron una recesión que destruiría su imagen ante la historia. Teme al estigma de perdedor, no al Estado de derecho. Incluso si se prueba que hubo insider trading y que gente cercana a él se benefició ilegalmente de los altibajos de las bolsas, asume que cualquier acusación en su contra se caerá.
Una de sus ideas elementales es que la reindustrialización es buena y que se llega a ella vía aranceles. Es imposible hacerle ver con argumentos y cifras que a la industria estadunidense le beneficia tener plantas mexicanas. No se debe perder mucho tiempo tratando de persuadir a sus subalternos, porque casi todos son aduladores incapaces de contrariarlo y ninguno de ellos tiene mayor influencia. El cabildeo debe hacerse con legisladores republicanos y con empresarios, y no tanto con los del T-MEC, que se cabildean solos. Lo único que lo hace cambiar de rumbo es la caída del respaldo popular y de los índices bursátiles. Una de dos: o la exacerbación de su guerra comercial contra China lo atrincherará en el T-MEC, o una humillación en aquel frente lo llevará a cobrársela a México. Roguemos a Dios que sea lo primero.
La pesadilla apenas empieza. Donald Trump ha vuelto a amenazarnos con su navaja arancelaria, ahora para exigir el pago de adeudos de agua. Y viene la revisión del T-MEC. Hay una mexicanísima expresión para su modus operandi: gandallismo buleador. Intimida y arrebata. Por ello, pese a nuestra vulnerabilidad, debemos preparar una retaliación. El mensaje de que el trumpismo premia a quienes no responden sus aranceles es una trampa: se ensaña con los dóciles y negocia con los indómitos. Claudia Sheinbaum debe saberlo porque conoce bien a otro populista, López Obrador. Como AMLO, Trump es autoritario, voluntarista, discrecional, soberbio, intuitivo y desdeñoso del conocimiento. A una persona así nadie la convence: solo la realidad la frena. Es el presidente de Estados Unidos, sí, y su capital político le alcanzó para resistir la debacle de los mercados durante una semana, pero a fin de cuentas tuvo que recular. No se detuvo por la razón sino por la fuerza. Es un depredador, pues, y esos solo dejan de atacar cuando topan con una roca. Ojalá esa roca sea una Norteamérica que él crea autárquica. Porque si no, David no tendrá más remedio que pelear con Goliat.