Andrés Manuel López Obrador solía decir que si le pidieran resumir en una frase la misión de la 4T lo diría sin titubeos: acabar con la corrupción. Si a mí me pidieran evaluar su legado a partir de esa priorización solo necesitaría una palabra: chasco.
Como buen voluntarista, AMLO desdeñó los diagnósticos sistémicos y las prescripciones institucionales. Decretó que el problema de México estaba en presidencias corruptas, cuyas pillerías permeaban en todos los niveles de la pirámide gubernamental y propuso purificar la cosa pública a golpes de ejemplaridad. Todo quedó en saliva. Salvo iniciativas estériles como la tipificación de la corrupción como delito grave, la austeridad republicana o el monitoreo discrecional de la UIF, reinó su personalismo demagógico. Desmanteló el Sistema Nacional Anticorrupción y no lo reemplazó con otro mecanismo de vigilancia y rendición de cuentas ni con ningún esquema coherente de políticas públicas. Gracias a su trayectoria de luchador social logró convencer a la gente de que con él llegó la honestidad a Palacio Nacional y apuntaló esa imagen a golpes de retórica contra el saqueo neoliberal, a menudo rematados con el mantra de que en las escaleras la basura se barre de arriba hacia abajo.
Pero no barrió nada. Inició su sexenio refrendando el viejo pacto de impunidad presidencial a favor de Peña Nieto y los más grandes saqueadores del neoliberalismo y se siguió de frente perdonando el enorme fraude en Segalmex, a cuyo responsable protegió hasta el final en su equipo, y permitiendo que el huachicol, que se jactó de erradicar, creciera hasta convertirse en un gigantesco entramado delincuencial sustentado en la complicidad de las altas esferas de su administración. Es decir, ni combatió a las mafias burocráticas arraigadas en la administración pública ni mostró voluntad política para castigar a los funcionarios corruptos de su gobierno, quienes permanecieron impunes. Y es que, como dije en este espacio, estableció la regla que hoy sigue su partido: con la militancia leal se es solidario hasta en el bandidaje.
Apenas empieza a verse la punta del iceberg de los negocios sucios cuatroteros. En Tabasco, el “agua natal” del ex presidente, está sumergida una masa monumental de hielo corruptor, y aún están por descubrirse otras moles de “pudrición”. “No somos iguales”, pregonó machaconamente, y de su lengua sigue manando sangre. Podrá presumir sus programas sociales, pero en términos de corrupción, cuyo combate él mismo estableció como principal objetivo de “la transformación”, el país que dejó es un chiquero. Cada día que pasa nos enteramos de un colaborador o familiar suyo que chapoteó en el lodazal de las marranadas político-empresariales. Y el dictum obradorista que asuela a Adán Augusto, aquello de que todo gobernante sabe lo que hacen sus subordinados, persigue ahora a AMLO. “La Barredora” sí barrió las escaleras, pero de abajo hacia arriba.
Su éxito fue la simulación. Simuló presidir una depuración ética que, sin embargo, mantuvo intacta la deplorable tradición del tráfico de influencias, de los contratos amañados, de los contratistas favoritos y, lo peor, de la alianza con el crimen organizado. Que la mayoría de los mexicanos aún vea a AMLO como un purificador es uno de los enigmas de su mitocracia.