Salvo casos excepcionales, los debates tienen poco impacto electoral. Los hay que mueven la aguja, como el de Kennedy y Nixon en Estados Unidos o el de Fernández de Cevallos, Cárdenas y Zedillo en México, pero conforme los electorados se han acostumbrado a esos combates televisados, y en tanto no haya en ellos nocauts o por lo menos knock downs —permítaseme la analogía boxística—, la balanza de la intención de voto apenas se inclina a uno u otro lado. Y es que, en una lamentable paradoja, la mayoría de la audiencia de esas transmisiones no suele conformarse por indecisos sino por entusiastas seguidores de una u otra de las candidatas que pase lo que pase ven triunfadora a la suya. Lo cierto es que la excepción a la regla de la poca relevancia de estos ejercicios se da cuando alguien manda a la lona a su rival, sobre todo si aprovecha el momentum en el post debate y energiza a sus seguidores para el resto de la contienda. Es entonces cuando la correlación de fuerzas puede modificarse significativamente.
En el primer debate presidencial se impuso Claudia Sheinbaum, pues a menudo los jueces dan en las tarjetas 10 puntos a la favorita cuando se mueve bien, esquiva los golpes y jabea. Claudia mostró aplomo, lució “presidencial”. El segundo, sin embargo, lo ganó Xóchitl Gálvez. La estrategia ofensiva le funcionó: lanzó y conectó una andanada de volados de derecha y un par de ganchos de izquierda que tiraron a Sheinbaum, quien estaba tan preocupada en gritar que todo se lo debía a su manager que se mostró errática y estuvo todo el tiempo contra las cuerdas. Y es que el presidente López Obrador, en efecto, la había regañado tras de la primera batalla porque no exaltó su figura, y en la siguiente perdió concentración en su afán de complacerlo. Fue tal la golpiza que solo acertó a buscar el clinch y a esperar, trastabillante, la última campanada. No hubo nocaut, pero sí una victoria por decisión unánime para la retadora. A AMLO, cuyo ego ha crecido al grado de pensar solo en él aunque eso dañe a los suyos, le gustó más la pelea que perdió su protegida que la que ganó sin rendirle tributo. El resultado fue un envión anímico invaluable para la oposición. Xóchitl subió en las preferencias, y ya está a tiro de piedra de la puntera.
El tercer debate tiene todo para convertirse en otra excepción capaz de mover la aguja: la brecha se ha cerrado y unos cuantos puntitos pueden hacer la diferencia. El gran éxito de los estrategas de la campaña de Claudia había sido meter en la cabeza de la ciudadanía que la elección estaba ganada de antemano, para lo cual echaron montón con encuestas de toda laya. Pero después de los 12 rounds que acabamos de ver la consigna del triunfo inexorable de la candidata oficialista quedó como un “choro mareador”, valga la expresión mañanera. Las contendientes van 1-1 y el último capítulo de la trilogía está para cualquiera de las dos. Los momios de las apuestas se han equilibrado, la incertidumbre democrática está permeando el imaginario colectivo. Si en el último combate Xóchitl Gálvez combina el punch de fajadora con la elegancia de una estilista —se trata de ser percibida como una presidenta en potencia— y si el público abarrota la arena y rompe récord de asistencia a las urnas, el cinturón cambiará de manos.
¡Hay tiro!