Se ha vuelto lugar común aquello de que los críticos del presidente López Obrador caemos en sus cortinas de humo. Se soslaya el hecho de que muchos de sus distractores revisten gravedad, y no podemos ignorarlos. El ejemplo reciente es su anuncio de “pausar” la relación de México con España. El timing responde al reportaje de las casas de Houston pero la decisión corrobora que, al enojo desbocado del que hablé en mis dos anteriores artículos, hay que añadir algo más preocupante: la discrecionalidad de la que está impregnada su peculiar concepción de la justicia.
A AMLO no le importa cómo se traduzca esa “pausa” en términos diplomáticos. Lo que le interesa es vengarse de diversas instancias españolas: de la Corona porque no le cumplió su deseo de pedir perdón por lo que Carlos I de Castilla y Aragón y V del Sacro Imperio Romano Germánico (el Reino de España no existía aún) detonó contra quienes dominaron la Triple Alianza (faltaban tres siglos para que existieran los Estados Unidos Mexicanos); del gobierno porque apoyó a las empresas de su país; de los empresarios porque tomaron a México como tierra de conquista. Nótese que los verbos están conjugados en pretérito, ya que desde el inicio de la 4T no se permite a nadie abusar de nosotros. No se trata, pues, de enmendar entuertos de hoy sino de castigar los de ayer. Y en vez de presentar denuncias contra los españoles y mexicanos que cometieron ilícitos (de esas denuncias que exigía en el caso del ex futuro embajador en Panamá) AMLO prefiere ajustar cuentas discrecionalmente. Suya es la potestad de acusar, juzgar y sentenciar.
Permítaseme hacer una traducción libre del exabrupto hispanófobo. “Los gachupines nos invadieron, nos volvieron a colonizar económicamente en el periodo neoliberal, Iberdrola se alió nada menos que con Calderón, cabildea contra mi reforma eléctrica y su jefe fue arrogante e irrespetuoso conmigo, así que ahora se joden todos en lo que resta de mi Presidencia; ¡tengan para que aprendan!”. No hay intención de mejorar la relación: hay un anacrónico ánimo de revancha. Ese es el AMLO justiciero. Si en el camino perjudica a mexicanos que dependen de empresas españolas o estudian en España, ni hablar; son gajes de un rencor disfrazado de dignidad.
La mezcla en altas dosis de poder, revanchismo y discrecionalidad es muy peligrosa. El poderoso que guarda resentimiento y cree que su criterio es más justo que la ley hace mucho daño. Entre lo discrecional y lo arbitrario media un solo paso, que se da al perder la capacidad de autocontención racional. Es lo que le ocurrió a AMLO cuando decidió contragolpear a Loret: actuó atrabiliariamente y, aunque la astucia le alcanzó para presentar sus datos salariales de tal manera que no se le impute un delito (me los mandó el pueblo, por eso son imprecisos), el recurso fue tan extremo que le será imposible convencer a la opinión pública de que no recurrió a información privilegiada (y de que no veta periodistas: ¿cómo está eso de que “me lo va a tener que aclarar Televisa”?). La obnubilación, esa que suele endilgar burlonamente a sus críticos, es ahora toda suya.
El presidente que mantuvo en la inanición a sus opositores empieza a nutrirlos. El peor enemigo de AMLO ya es él mismo, y lo invoca a discreción.
Agustín Basave Benítez
@abasave