En política, es sabido, hay que escoger las batallas. La primera lección de ese oficio es cuidar que los enemigos no sean más que los obligados por el posicionamiento ideológico y los intereses creados, que son bastantes. Por eso me llama la atención que un consumado hombre de poder como el presidente López Obrador se esfuerce en ampliar su lista. No me sorprende que se enganche con cuantos críticos se encuentre y que les responda en sus catilinarias matutinas; en mi artículo anterior expuse las trampas de su temperamento rijoso. Lo que me extraña es que la emprenda tan virulentamente contra quienes ni son sus némesis ni se sienten afectados. Mejor dicho: ni se sentían afectados.
Podría pensarse que sus nuevas embestidas provienen de su viejo maniqueísmo, pero esto va más allá. Ya no le basta cebarse en la mafia del poder, cuyos miembros cabían en la pantalla de la mañanera y eran mencionados con nombres y apellidos; ahora deturpa a la multitudinaria clase media. No sé si el único acicate a su ánimo pendenciero haya sido el golpe a su proyecto sucesorio que representaron las derrotas electorales de Morena en CDMX. Lo cierto es que su enojo desbocado y la multiplicación de sus frentes hace que aumente el número de personas zaheridas sin deberla ni temerla, y que eso no le sirve a AMLO para movilizar a nadie.
El problema ha trascendido nuestras fronteras. Al despropósito de exigir a España disculpas por la Conquista se sumó la semana pasada un enturbiamiento de la relación bilateral con Panamá que obliga a ajustar el mantra: la peor política exterior es la rudeza innecesaria interior. Su renuencia a aceptar un embajador acusado reiteradamente de acoso sexual y su mensaje precautorio eran razonables —una nación soberana tiene derecho a inconformarse ante una persona de mala fama, con o sin denuncias penales—; la respuesta de AMLO a su canciller —compararla con la inquisición— fue un desplante de soberbia como los que solemos reprochar a Estados Unidos. Imposible revertir este exabrupto, no se diga capitalizarlo como ha hecho en el pasado dando spin a algunas de sus declaraciones impulsivas: aunque los panameños no votan en las elecciones mexicanas, el feminismo, al que AMLO ha agraviado antes, sí.
Hay más ejemplos. Uno es el clímax de las arremetidas de AMLO contra el periodismo que significó el injusto golpe a Carmen Aristegui que, a diferencia de su maltrato a otros periodistas con audiencias anti 4T, lo malquista con gente afín a él. Otro es el creciente vituperio orquestado en Twitter contra quien ose criticarlo. Asumir que la popularidad de AMLO seguirá siendo impermeable a su destemplanza es ignorar que su costumbre de doblar la apuesta le está dando rendimientos decrecientes. He aquí el meollo del asunto: su agresividad ha aumentado al grado de que ya no pasa un análisis de costo-beneficio. El coraje de ayer hacía políticamente rentables sus arengas porque ampliaba su base social; la ira de hoy ha hecho que su padrón de enemistades acumule más ofendidos por sus dichos que afectados por sus hechos, pues hay ahora muchos enemigos “gratuitos” —la gratuidad es para los machuchones, que en ese frente no tienen que gastar un peso— ganados a pulso en las ofensivas mañaneras.
A eso le llamo yo enojo improductivo.
@abasave