En la extraordinaria serie de ciencia ficción Star Trek no hemos logrado salir de la galaxia. Esto porque cuando uno advierte sus proporciones, se da cuenta que por más rápido que viajemos, no hay manera de cubrir toda su extensión, ni a lo largo ni a lo ancho. La velocidad warp no es suficiente.
Mire, nuestra galaxia (que así se llama, no la Vía Láctea, ese es solo un brazo de la galaxia) tiene un diámetro aproximado de 105 mil años luz. Si la comparamos con el universo observado, tal vez no sea mucho, pero desde nuestra pequeñísima situación, es todo un universo. El filósofo Immanuel Kant llegó a especular que todas estas estructuras neblinosas que se veían (nebulosas) eran islas-universo, nuestras modernas galaxias y en cada una debían existir muchas estrellas similares a la de nuestro sistema solar. Llegar a esa conclusión sin los telescopios modernos, sin la ciencia de hoy y sin las sondas espaciales me parece una proeza de la mente pura y que se acerca de pronto a la ciencia ficción. Pero ellos no estaban ni cerca de descubrir que nuestro universo era mucho, mucho más grande de lo que se creía.
Y sí, por fortuna tenemos la ciencia ficción, quien nos auxilia creando alternativas para cubrir estas inconmensurables distancias y no solo eso: descubrir mundos increíbles llenos de seres estrambóticos y rarísimos escenarios. ¿Puede la imaginación desvelar, aunque sea parcialmente algún tipo de vida fuera de nuestro sistema solar? Yo pienso que cuando en la estructurada mente de un escritor confluyen y se entrelazan conocimientos de geología, meteorología, biología evolutiva, química y física, cuando ha leído la ciencia ficción clásica del siglo XX, ha sido expuesto a las misiones robóticas a otros planetas y cometas, y ha estado al tanto de los descubrimientos de condiciones extremas y seres extraordinarios en nuestros propios océanos. Entonces me atrevo a afirmar que sí; sí podemos descubrir potenciales formas de vida en otros mundos, así como mundos extraordinarios por sí mismos. La mente humana es esa máquina portentosa y potente que puede lograrlo y ha sido creada en este planeta. Basta con mencionar a Julio Verne, a Arthur C. Clarke o a Isaac Asimov (entre muchos otros) para constatarlo.
Hace muchos años estuve en España, en Santiago de Compostela. Su nombre podría venir del latín y quiere decir “campo estrellado”. Lo es. Una noche pude observar uno de los brazos de nuestra galaxia, una luminosa e increíble banda que en aquellos tiempos se creía conducía a Dios. Un camino, pues. Pero no a Dios, sino a una realidad mucho más extensa y enigmática. Me deja pensando. Cuando advertimos las formas tan diversas de los cuerpos astronómicos que flotan en el éter universal, no logramos establecer un centro, un punto de referencia, y de ahí, un sentido y consecuentemente, una conjetura de propósito. Solo vemos una gran colección de formas girando, chocando, entrelazándose o alejándose entre sí. Pero sin una dirección precisa. Todo se mueve y no sabemos ni a dónde ni para qué.
Formas. Las galaxias las clasificamos, en términos generales, de acuerdo a sus formas: lenticulares (asociemos esta palabra con una lenteja y tendremos una imagen clara de su forma), espirales, elípticas e irregulares. Las formas están determinadas por una serie de factores complejos que tienen que ver con la formación de la galaxia y de su rotación, entre otras cosas.
Cada uno de estos cuerpos posee una estructura y función que hemos ido progresivamente explicando. Pero nada tiene que ver con nosotros; somos solo una partícula inocua en toda esta cornucopia de astros, explosiones, pulsiones, radiaciones, bólidos cósmicos de hielo, roca, fuego y vapor, cuerpos inertes, extrañísimos mundos y misterios sin resolver.
La gran pregunta es: ¿Encontraremos en todas estas galaxias mundos distintos a los que podríamos hallar en la nuestra o serían más o menos réplicas de la vía láctea?
Si yo estuviera en la silla del capitán Kirk, Picard o Janeway y me preguntaran: ¿A dónde vamos ahora? Les diría que no importa, a donde sea. A donde nunca hayamos ido nunca.
O más bien, ¡hasta donde podamos llegar!