En el corazón mexicano de Estados Unidos, una gran cantidad de celebraciones por el Día de la Independencia tricolor se volvió íntima, menos ruidosa y contenida entre las paredes de las casas. No hubo tanto bullicio, pero al menos fueron seguras para celebrar la fiesta.
Así se sigue manifestando la resistencia a la sombra de los operativos del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE) y las políticas de diversos estados que persiguen hasta las banderitas que se ponen en los parabrisas de los automóviles.

Tantas historias como personas. Organizaciones de activistas coinciden en que millones de mexicanos, principalmente indocumentados, festejaron por todo lo alto, pero desde la intimidad de sus hogares, salpicados de todo tipo de historias que hablan del riesgo y en las que un mal desenlace terminaría en separación familiar.
Ahí está el caso de la mujer que, aunque acostumbrada a enfrentar el miedo como activista, decidió quedarse a preparar sopes para sus hijos, ver películas y monitorear en redes sociales la detención de otros. O el mexicoamericano que cocinó pozole para su cuñado anglosajón, y los padres que alcanzaron a sus hijos después del desfile en refugios seguros.
También los oaxaqueños que se reunieron como nunca antes para bailar al ritmo del grupo La Migra y Los Temerarios.
Un análisis de la institución sin fines de lucro FWD.Us calculó que alrededor 22 millones de ciudadanos estadunidenses viven en hogares de estatus migratorio mixto, es decir, con al menos una persona sin documentos, tarjeta de permiso temporal o de residencia.
Es decir, viven con alguien que no nació en Estados Unidos y, por tanto, en los tiempos de Trump, su permanencia en el país es endeble.
Entre ellos hay 5.8 millones de niños que son ciudadanos que viven en hogares en los que uno de sus miembros es indocumentado. Y hay cerca de 1.7 millones de ciudadanos norteamericanos que tienen un cónyuge indocumentado.

Desfiles no, pero la fiesta sigue
“Nosotros, en Los Ángeles, pedimos a la gente que no tuviera papeles que no fueran a las celebraciones y sí se notó la diferencia: claro que hubo gente gritando, apoyando los carros alegóricos, pero en mucho menor cantidad”, reconoció Roberto Bravo, residente de la organización CBO comunitaria en entrevista con MILENIO.
La verdadera celebración no fue en la calle, sino en un estacionamiento. Cuando terminó el desfile, la comunidad poblana de Los Ángeles se volcó a Casa Puebla, donde los que no desfilaron llegaron con hijos, padres y hermanos. Allí, entre pizzas, aguas frescas y música, se soltó la alegría contenida.
“Somos muy cumbieros y llegó un grupo”, contó Roberto Bravo, presidente de una organización comunitaria.
Entonces el asfalto se convirtió en pista de baile. Las familias platicaban dentro del recinto mientras el difunto Celso Piña cantaba Sonidero, sonidero nacional. Nadie preguntaba quién había estado en el desfile y quién no: todos, de un modo u otro, habían participado.
En Chicago, cada septiembre ha sido para Jessica Méndez una cita obligada: salir con sus hijos a las caravanas en La Villita, ondear la bandera mexicana desde la ventanilla del auto, recorrer las calles abarrotadas de familias migrantes y sentir, por unas horas, que la ciudad les pertenece. Este 2025, esa rutina se quebró.
“Mis hijos me dijeron: mami, mejor no vamos, ¿para qué arriesgarnos?”, describió. Y fue entonces cuando la fiesta patria se trasladó a la cocina de su casa.
Y eso que ella no es una migrante anónima. Méndez es directora de operaciones del Instituto Binacional de Desarrollo Humano (BIHD, por sus siglas en inglés) y activista reconocida en Chicago.
Está acostumbrada a enfrentar el miedo en la calle, a lidiar con operativos de ICE y a acompañar familias que viven bajo la amenaza de la deportación. Pero en esta ocasión, fue su hija mayor —una joven de 19 años, ciudadana estadunidense— quien puso el freno.
“Me dijeron que ni siquiera yo, como residente permanente, estaba a salvo. Que si olvidaba la tarjeta de residencia y me detenían, podían arrestarme, y hasta quitarme la residencia. Fue duro escuchar eso de mis propios hijos”, confesó Jessica.
La advertencia caló. En las semanas previas se había sabido de multas de hasta mil dólares por ondear banderas desde los autos, y de policías quitando estandartes mexicanos y centroamericanos a jovencitos que apenas alcanzaban a arrancar el motor en las caravanas.
Así, la noche de la Independencia se vivió distinta. En lugar del relajo callejero, hubo sopes de chorizo, agua fresca y conversación, pero en corto.
“Fue rico estar con los hijos conviviendo”, dijo Jessica con una sonrisa.
Encendieron la televisión para ver la pelea de Saúl El Canelo Álvarez, quien por cierto perdió contra un boxeador estadunidense.
“Yo siempre voy a ser equipo Canelo, aunque no gane”, bromeó sobre la pelea que se realizó a 2 mil 400 kilómetros, en Las Vegas.

Después de cenar, las películas ocuparon el lugar de la verbena. Entre diálogos, su hijo menor abrió una conversación inesperada: un video en redes mostraba a una familia detenida por ICE en Cícero, ahí en Illinois.
La madre, el padre y el hermano mayor fueron detenidos por agentes migratorios; eran llevados mientras se quedaban en la calle tres menores, solos, desamparados.
“Mi hijo me decía: mami, no puedo creer que los dejen así, completamente solos”, describió Jessica. Ella misma, como madre y lideresa comunitaria, no hallaba explicación.
“Es una escena que te rompe, porque no les dieron siquiera la oportunidad de llamar a un adulto, de asegurar el bienestar de los niños”.
Lo más sorprendente para Méndez fue el papel que juegan sus propios hijos.
“Ahora ellos son quienes nos protegen”, reflexionó.
Ciudadanos estadunidenses, jóvenes de secundaria y universidad, se han convertido en escudos de sus padres migrantes. Son ellos quienes insisten en que lleven siempre la residencia encima, quienes monitorean redes y escuelas para informarse, quienes salen a representar a la familia en los desfiles cuando los padres optan por quedarse en casa.
Pozole a larga distancia
Para Nezahualcóyotl Roldán, activista de larga trayectoria, la celebración patria de este año también cambió de escenario. En lugar de acudir a las caravanas del centro de Chicago, se reunió en los suburbios con su familia y amigos cercanos.
El menú fue pozole y tamales, preparados en honor a las fechas y a los cumpleaños que cada septiembre se integran a la fiesta.
Su cuñado, anglosajón, se encargó de la cocina, convencido de que la cultura mexicana no se disfruta solo desde afuera, sino compartiendo la mesa con mexicanos de primera generación, hijos nacidos en Estados Unidos y parientes que no comparten raíces, pero sí la costumbre de festejar en septiembre.
Pero alrededor de la comida se impone otra conversación: la que gira alrededor del miedo.
Amigos y familiares preguntaban si Roldán iría a gritar frente a la Torre Trump, como dictaba la tradición anual, pero este 2025 muchos prefirieron no hacerlo: tres amigos cancelaron de plano su asistencia, uno de ellos, constructor, confesó sentir terror de acercarse a Chicago, otro blanco de la ira del presidente republicano, por ser esta ciudad santuario y la policía no coopera con ICE.
El mismo Nezahualcóyotl se abstuvo, a pesar de ser naturalizado estadunidense. La razón es que recientemente un juez autorizó a agentes migratorios detener a cualquier persona que “parezca indocumentado”, o sea, luz verde para aprehender latinos, principalmente.
“Fue triste, porque ni siquiera quienes tenemos documentos nos sentimos libres”, relató.
Así, su fiesta, aunque íntima, se impregnó de una mezcla de orgullo y vulnerabilidad. Al calor del maíz cocido, las tostadas y el orégano, también surgieron reflexiones sobre la historia compartida con otras minorías:
“Amigos afroamericanos me dicen que lo que vivimos ahora les recuerda la persecución racial de los años sesenta y setenta”, dijo.
La reunión terminó sin música ni grandes despliegues, pero con la convicción de que la resiliencia comunitaria sigue viva.
En las calles de ciertas zonas del estado la manifestación se vivió desigual, ya que hubo reportes de que en Aurora se calculó que el 90 por ciento de la gente se quedó en casa y en Waukegan se canceló el Grito.
Sin embargo, en Elgin, a 56 kilómetros de Chicago, hubo mucha gente, así como en La Villita, aproximadamente un 60 o 70 por ciento de la gente que solía ir en años anteriores.

La resiliencia estuvo atenta y se organizó en colectivo: el Instituto Binacional de Derechos Humanos reunió a abogados voluntarios, brigadas de emergencia, defensores listos para reaccionar en caso de detenciones.
“Mucha gente sigue saliendo a pesar de la ola de terror”, resumió Nezahualcóyotl.
Pero el contraste es evidente: las autoridades cerraron calles en el centro de Chicago para evitar caravanas y multaron a quienes portaban banderas mexicanas y guatemaltecas (algunos países centroamericanos celebran en las mismas fechas).
Hay una ‘migra’… ¡pero para bailar!
En el corazón de Ohio, lejos de la sierra mixteca donde nació, la familia de Reina Sánchez decidió que este año la fiesta patria no pasaría desapercibida.
En medio de la tensión migratoria que se respira en las calles donde “los blancos” los miran con censura, la casa de su hermano se convirtió, por primera vez desde que viven ocho de los 11 hermanos en Estados Unidos, en el refugio y escenario de un grito distinto: íntimo, familiar, lleno de canciones que salen desde el ronco pecho.
“Nos dimos cuenta de que vale la pena reivindicar que somos mexicanos, con la bendición de Dios, sabemos que no va a pasar nada y tratamos de hacer una fiesta tranquila”, dijo convencida de que celebrar es también una forma de resistir.
El domingo, tres de los 20 miembros asistieron a un festival que reunió a las independencias de El Salvador, Honduras y Guatemala, y vieron cómo, por unas horas, las calles del medio oeste se vistieron de Latinoamérica.
“Fuimos, aunque con miedo, y regresamos pronto”, describió Sánchez.
El verdadero festejo sucedió más tarde con hermanos, cuñadas y sobrinos. La carne chisporroteaba en el asador, el humo mezclado con risas. Los sobrinos corrían entre las sillas plásticas, mientras los adultos chocaban vasos.
Hubo bistec para asador, guacamole, pico de gallo, tortillas hechas a mano, agua de horchata, limonada, cerveza y tequila.
Faltó el mezcal, ese puente directo con Oaxaca, pero Reina sonríe: “Será para la próxima”.
La música fue la catarsis. Sonaron Los Caminantes, Los Tigres del Norte y como cereza en el pastel de la ironía, el grupo musical La Migra.

“Fue un desahogo”, relata Reina, quien apenas en enero sentía pánico al entrar a una tienda, convencida de que la delatarían por ser mexicana.
“Entrabas a un lugar y todos te veían… yo pensaba que iban a llamar a migración y entré en pánico hasta que dije: con la bendición de Dios no nos va a pasar nada, y como somos mexicanos vamos a seguir festejando”.
MD