DOMINGA.– De su vida antes del albergue se sabe poco. Apenas ingresó junto con otras ocho jovencitas a La Gran Familia, el 11 de marzo de 1987, la registraron desde ese momento bajo los apellidos de Verduzco Verduzco, que eran los mismos que Mamá Rosa daba a todos los niños. Era un bautizo burocrático.
La llamaremos G. para resguardar su identidad. G. entendió rápido el orden de esta casa hogar en Zamora, Michoacán. Veía que Rosa Verduzco era la jefa, una anciana y filántropa que fundó este albergue cuatro décadas atrás, y a la que apodaban Mamá Rosa. G. tuvo que dormir con otras 80 chicas y, por derecho de antigüedad, a ella le tocaba quedarse en un piso chamuscado de mugre.
La casa hogar era operada por sus achichincles, quienes dejaban claro que ahí o se aprendía a cantar o se salía a mendigar a la calle para el sostén de La Gran Familia. Así que la obligaron a tomar clases de canto y música, en las que si alguien desafinaba recibía golpes y castigos por el mismo personal. Estas clases empezaban a las siete de la mañana y terminaban a las seis de la tarde, participaban al menos 200 niños, niñas y adolescentes que aprendían a tocar instrumentos distintos.
Un maestro le dijo a G. que su fuerte era el solfeo –entonar melodías con las sílabas do, re, mi, fa, sol, la, si– y el violín. Así que Mamá Rosa la obligó a cantar para políticos y poderosos. Iban a la Universidad de Guanajuato, a cantarle al rector; a la Casa de Gobierno de Morelia. Cantaron también en La Ciudad de los Niños de la Secretaría de Desarrollo Social, en Salamanca, e incluso en dos escenarios hermosos: el Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México y el Teatro Degollado de Guadalajara.
Rosa Verduzco gestionó además permisos para que viajaran a dar conciertos hasta con 70 niños, con mariachi incluido, al Parque Balboa y SeaWorld en San Diego, Estados Unidos, e incluso a Disneylandia. Todos esos lugares –en los que los sueños de los niños se hacían realidad– contrastaban con la vida en La Gran Familia, donde vivían encerrados bajo llave y apenas recibían comida o sobras en descomposición.
A veces, durante esos eventos, G. soñaba con escapar pero se desilusionaba al mirar a su alrededor, acorralados por la vigilancia que ejercían Felipe Serrano Gómez, conocido como Kiro, el chofer de Mamá Rosa; David Rogelio Álvarez Murillo, El Chivo, encargado de la orquesta cuando salía con los niños; y Maicol Ibarra Valencia, la persona que custodiaba a los niños.
Por esos conciertos los menores de edad recibían 25 pesos; pero no en moneda, sino en unos pedacitos de cartón llamados “vales de La Gran Familia”, con los que tenían que pagar su jabón y champú, vendidos ahí mismo.
Años después empezaría lo peor para G. Dentro del albergue se embarazó de dos niñas –nunca dijo quién era el padre ni en qué condiciones tuvo a las pequeñas–; en cuanto nacieron Mamá Rosa se las quitó, las llevó a registrar con sus apellidos y le dijo a la madre que ante la ley ya eran sus hijas.
Todo lo que vivió G. ahora lo padecerían sus niñas J. y C., así las llamaremos. Por eso intentaba guiarlas por el camino de la obediencia para que Mamá Rosa y sus secuaces no les hicieran lo mismo.
Desde que tenían tres años, el personal de Mamá Rosa sacaba a los niños más pequeños en diciembre a una dinámica llamada “El kilometraje”. Durante esas semanas les exigía que salieran a pedir dinero, recorrían colonias, pueblos, mercados, en fin, andaban de casa en casa. Los cuidaba una mujer llamada María de Lourdes Verduzco Verduzco, conocida como La Gorda, una especie de prefecta. Niña o niño que regresaba con más de 20 pesos, se le regalaba una revista hecha por La Gran Familia o un disco grabado por los niños del albergue con mariachi, banda, orquesta o marimba.
Tras un día de trabajo llevaban a los niños, incluidas J. y C., a la habitación de Mamá Rosa, donde los desvestía en su baño y revisaban el cuerpo para comprobar que no se estuvieran robando ni un peso. Sus niñas nunca lo hicieron porque la madre sabía cómo se ‘pagaba’ el robo: “Yo les decía que nunca se agarraran nada del dinero, porque después les iba a ir mal con Mamá Rosa”.
Estos son los detalles inéditos de un expediente judicial del caso de La Gran Familia, el albergue que dirigió Rosa del Carmen Verduzco durante décadas: una institución que recibió a cientos de niñas, niños y adolescentes y que, en 2014, fue reventada por autoridades federales tras denuncias de retención ilegal, castigos, trabajo forzado, mendicidad, hacinamiento e insalubridad.
Esta es una colaboración de ARCHIVERO para DOMINGA, con declaraciones de testigos protegidos y protagonistas de esta historia, que revela que en México la verdad oficial está en obra negra.
La mañana que todo terminó en el albergue La Gran Familia
Mamá Rosa y sus cómplices cayeron por la denuncia de una madre desesperada, dice el expediente judicial. Uno de los jovencitos secuestrados contó la versión que dieron las autoridades: “una mamá de nuestros compañeros denunció y fue que se hizo la orden de cateo”. Esa llamada habría sido recibida el 3 de mayo de 2013.
Según la versión oficial, a partir de esa llamada, hasta septiembre iniciaron una investigación que duró unos 20 días. Realizaron entrevistas encubiertas e ingresaron al lugar, argumentando que querían meter a sus hijos o hacer servicio social. Sin embargo, sería hasta el 26 de junio del año siguiente, 2014, cuando una joven aseguró que había estado secuestrada durante más de 13 años, y que sus dos pequeñas seguían ahí dentro. Ya regresaremos a esa parte de la historia, pero esa chica era G.
Aquel 15 de julio, eran las 8:40 de la mañana en el albergue de la Calzada Zamora-Jacona, en la colonia La Luneta, cuando los niños empezaban a desayunar las sobras que daba Mamá Rosa. Las autoridades tocaron y avisaron a una persona en la puerta, El Zito, que necesitaban hablar con la encargada. Rosa del Carmen Verduzco Verduzco estaba en el patio y, aunque accedió al cateo, puso al mando del recorrido al que los niños conocían como Kiro, uno de sus torturadores habituales.
La fiscal encargada del cateo era Sherida Murillo. Acudieron también elementos de la Policía Federal, entre otras autoridades, y el suboficial Israel Pérez Sánchez que montó el operativo y la seguridad perimetral en esa colonia de Zamora.
“El lugar estaba en un estado deplorable, totalmente insalubre: los sanitarios estaban llenos de heces fecales y orines; las habitaciones estaban infestadas de animales cucarachas, ratas, tijerillas; las literas en las que dormían los internos estaban en pésimas condiciones, con alambres que podían causar infecciones. Algunas habitaciones contaban con inodoro pero no había sistema de drenaje, por lo que también estaba lleno de heces fecales y orines…”, se lee en un informe repleto de detalles que enchinan la piel.
Sherida Murillo también relató que las habitaciones no tenían energía eléctrica ni ventanas. Eran cuartos ciegos, fríos, sin resguardo frente al clima, demasiado pequeños para la cantidad de gente que ahí albergaban. Había quienes dormían en el suelo, incluso niños pequeños. En las bodegas, la comida estaba echada a perder y levantaba un olor asqueroso que atraía animales rastreros. Las mujeres estaban reunidas en un patio que era más bien un tendedero común, con cuerdas cargadas de ropa. Al cruzar la reja, varias desvenaban chiles para la comida incipiente.
Niñas pequeñas caminaban descalzas y en general, todos vestían ropa vieja, desgarrada y zapatos con hoyos. Gran parte de la población parecía menor de edad: cuerpos cortos de alimento que no lograron desarrollarse. Dijo que, a un lado de los edificios, varios cerdos redoblaban el olor fétido; hubo que limpiar y echar cal para contenerlo. Al final, tuvieron que fumigarlo todo. La Secretaría de Salud lo dictaminó: La Gran Familia era un lugar insalubre, un foco de infección.
Esta sería una de las declaraciones más importantes del caso, ya que Sherida Murillo fue de las primeras personas en escuchar los testimonios de las infancias. En esos primeros relatos que recopiló, los menores le confesaron que si intentaban escapar, los alcanzaban y los golpeaban con dureza. Que muchas mujeres tenían bebés pero no podían registrarlos: al contrario, el registro lo realizaban a nombre de Rosa del Carmen Verduzco Verduzco, con el argumento de que así no se irían porque no podrían llevarse a los hijos.
Los testimonios apuntaron también a abusos sexuales y físicos, y a menores cuya comunicación con sus familiares estaba prácticamente prohibida: cuando había visita, eran vigilados y amenazados para que no contaran lo que ocurría dentro.
A las 8:30 de la noche de ese 15 de julio terminó el cateo y, con ello, inició la liberación de todos los niños.
El Pinocho, el cuarto de castigos de Mamá Rosa
Quizás lo más aterrador en La Gran Familia estaba en un edificio en el que montaron bodegas de ropa, un consultorio dental y el salón de música. Ahí encontraron un cuarto pequeño al que llamaban El Pinocho. Estaba cerrado bajo un candado. El día del cateo las autoridades encontraron adentro a dos menores que dijeron estar ahí por castigo.
Uno tenía una herida larga en el brazo y otro en la pierna. Llevaban varios días encerrados por órdenes de Mamá Rosa y su carcelera era La Gorda.
Con las horas y conforme reunían declaraciones, se dieron cuenta de que lo más aterrador en el albergue La Gran Familia estaba en esa habitación de castigos, ubicada hacia el lado izquierdo de un comedor. Según los testimonios del expediente judicial, era un cuarto estrecho cuyas ventanas habían sido cubiertas con láminas. Estaba muy sucio y, aunque tenía una taza de baño, no funcionaba. En una pared había un mural viejo de la película de caricaturas Pinocho, lo que lo volvía más siniestro.
Estos son unos fragmentos de las declaraciones que dan cuenta de lo que niñas y niños vivieron ahí dentro:
Mamá Rosita, cuando alguien se apartaba algo de comida, un plátano o algo, nos encerraba en Pinocho, que es un cuarto oscuro, y no nos daba de comer. Durante dos años yo conocí a… era un niño que lo encerraron ahí y sólo le daban las sobras de comida.
Otro niño cuenta que incluso ahí se gestaban actos de solidaridad:
A veces teníamos que arriesgarnos a pasarles comida y agua, corriendo el riesgo de que nos ‘cacharan’ y corriéramos con la misma suerte.
Uno de los castigos era quitarnos la comida y encerrarnos en un cuarto conocido como Pinocho. Los motivos eran porque no nos bajábamos a formar, porque perdíamos un lápiz o una libreta…
Me castigaban quitándome la comida y encerrándome en un baño pequeño al que le dicen El Pinocho. En este lugar de castigo he estado hasta un mes. A veces me dan de comer y a veces no.
Los niños mendigaban en las calles para Mama Rosa
En sus declaraciones los niños narran cómo no sólo vivieron el hambre, el hacinamiento y el trabajo forzado, sino que, durante los años que duró el albergue, fueron obligados a pedir dinero como mendigos en las calles e incluso sufrieron abusos sexuales.
“Llevo en la casa hogar toda mi vida, pues aquí nací”, dice un niño. Para el año en que fue cateado el inmueble, reportaba que cada uno podía recolectar hasta 500 pesos por día; y si iban a zonas más adineradas, hasta mil 600. Hubo un caso en el que cuenta que unos abogados aportaron 11 mil pesos en un solo día a la obra benéfica de Mamá Rosa. Otro testimonio dice que, cuando llegaban a la casa hogar, “los encueraban” para revisar que no trajeran dinero escondido y los obligaban a hacer sentadillas desnudos para ver si no llevaban nada dentro del cuerpo.
En el expediente, otro de los menores cuenta que los abusos no se limitaban a la mendicidad, sino que incluían actos más atroces. Es el caso de un niño que ingresó a la casa hogar en 2009. Trabajaba en las calles para ayudar a sus padres. Dice que fue la propia gente del DIF de Zamora quien lo recogió y lo llevó con Mamá Rosa. Hasta el día del cateo, sus padres nunca supieron cuál había sido su destino. “No saben que estoy aquí”, dijo el niño.
Durante los primeros días intentó escapar pero el personal de Mamá Rosa lo detuvo y lo golpeó: “Me dijo que la próxima me iba a ahorcar”.
A ese niño lo obligaban a pedir limosna de lunes a viernes en los semáforos del centro de Zamora. Aunque no se revela el nombre del trabajador, cuenta: “Abusó de mí… me decía que si yo no le tocaba… me iba a pegar; yo, por miedo, lo hacía porque me amenazaba con que, si no le cumplía, me iba a matar con un cuchillo; además me decía que iba a vender mis órganos”.
El testimonio clave para terminar con Mamá Rosa
Poco antes del fin de Mamá Rosa, la jovencita recluida y explotada en el albergue desde 1987, G. cuenta que ya no soportaba lo que la jefa hacía con sus hijas. Dice que una de sus hijas fue golpeada porque no aprendía música ni a leer. Por eso encaró a la jefa exigiendo que no les pegara más, pero ella le respondía que “no habían nacido niñas genio”. Sus hijas eran muy chicas y le dolía lo que les hacía.
Cuando G. pidió irse del lugar llevándose a sus hijas, recibió una negativa: Mamá Rosa le respondió que “a dónde iba a llevar a las niñas”, que “mañana se estaría muriendo de hambre” y “no tendría para ellas”. G. le replicó que ese problema ya no era suyo, porque al salir no le pediría nada. La jefa mejor la mandó a hablar con Kiro y éste a su vez le dijo que irían a desayunar las dos para platicarlo.
La joven salió del lugar pero Mamá Rosa nunca llegó. Todo era una trampa para sacarla de La Gran Familia. Tras separarla de sus hijas, G. mantuvo contacto con ellas a través de visitas supervisadas en un departamento que tenía Mamá Rosa frente al parque Las Palomas de Zamora, en calle de Brasilia 110. Las visitas duraban unas tres horas, siempre acompañadas de otra persona. Por lo regular, era Kiro.
Finalmente, impulsada por la desesperación de recuperar a sus hijas retenidas y el temor por los abusos que sufrían, el 23 de junio de 2014 G. tuvo el primer contacto con agentes del Ministerio Público Federal; un día después entregaría una carta con todos los detalles. Luego vendría el cateo, luego el fin del albergue La Gran Familia.
El primero de octubre de 2025 dictaron sentencia a Felipe Serrano Gómez, El Kiro; María de Lourdes Verduzco Verduzco, La Gorda; Vicente Carlos Félix Durán, El Dinos; José Enrique Hernández Valdovinos, El Zito; Miguel Ángel Ibarra Valencia; El Chivo, David Rogelio Álvarez Murillo, El Rollo. El delito: trata de personas en la modalidad de explotación de la mendicidad ajena. Después de diez años, los sentenciaron a 15 años y siete meses de prisión para cada uno de los acusados.
Una de las sobrevivientes cuenta que, tiempo después del cierre del albergue, recibió una llamada de Mamá Rosa con el siguiente mensaje que relata brevemente:
“El sábado pasado [...] recibí una llamada de Mamá Rosa, quien me preguntó cómo estaba y por qué le tenía resentimiento a La Gorda y que ya no les echara mierda (mentiras). Me dijo lo que le había pasado a cada una de las personas: que El Zito perdió un ojo; que La Gorda tiene cáncer en el pecho; y que El Rollo tiene un tumor en un testículo; y que todo lo que se hace se paga. El número del que me habló es 3515121125, sin tener nada más que manifestar”.
Mamá Rosa murió en julio de 2018 y nunca puso un pie en prisión.
GSC