Le he seguido los pasos a esta luna llena de septiembre. Aquí, en la cercanía del lago, el tiempo de lluvias nos ha dejado un remanente de nubes que parecieran envolverla en lentos remolinos que, poco a poco, se deshacen en jirones. Una luz más bien extraña se instala sobre las ramas de los árboles y perfila su ensombrecida silueta. Y ese brillo es, por raro que parezca, una suerte de oscuro presagio.
En algunos de los poemas que componen Ariel (1965) su libro póstumo, Sylvia Plath parece haber contemplado una luna semejante, aunque vista al trasluz de una psique profundamente herida.

En “La luna y el tejo”, por ejemplo, comienza con la descripción de un paisaje nocturno que pareciera estar, al mismo tiempo, afuera y adentro de su mente; un lugar habitado por espíritus humeantes, cubierto por la niebla, como si se tratara de un entorno propicio para una novela gótica. Sin embargo, la segunda estrofa del poema inicia con un giro sorprendente, como si desmintiera una afirmación previa, no necesariamente contenida en el poema: “La luna no es una puerta. Es una cara por derecho propio, / blanca como un nudillo y terriblemente molesta”. Y lo que en seguida escribe trastorna la atmósfera más bien apacible del principio: “Arrastra al mar tras ella como un crimen oscuro; / está inmóvil con la boca muy abierta en total desesperación”. Luego vemos aparecer al árbol, el tejo que conduce la mirada en ascenso vertical hacia la luna. Y sigue aquí un nuevo giro, todavía más asombroso, donde la luna –ese rostro- encarna: “La luna es mi madre. No es buena como María. / Su vestimenta azul deja escapar pequeños murciélagos y lechuzas. / Cómo me gustaría creer en la ternura, / que la cara de la imagen, dulcificada por las velas, vuelva hacia mí sus ojos suaves”. Esa súbita aparición de la virgen María coloca de inmediato a la poeta en el interior de una iglesia. A ella y al paisaje, donde las nubes “florecen azules y místicas” y las estatuillas de los santos flotan sobre las bancas “con sus pies delicados”. Pero la poeta no permitirá que la visión beatífica se prolongue, pues la luna nada puede ver de todo esto y el mensaje del árbol no puede ser más que “oscuridad y silencio”.

En otro de los poemas del mismo libro, un olmo es el árbol protagonista. Pero aquí, desde el principio, la poeta usa los pronombres de una manera deliberadamente ambigua, para llevarnos a pensar que es ella misma el árbol al que se dirigen las palabras del poema. Sylvia Plath sabe muy bien extraer el mejor provecho de la natural velocidad de la lengua inglesa para mover sus versos con una agilidad poco común. Salta de una imagen a otra a la manera del caballo que en este poema escapa, y del que sólo alcanza a escuchar el sonido de sus pezuñas que resuena como un eco. Por momentos el poema hace pensar en otro, que ella debe haber leído durante sus días en Inglaterra, me refiero a “El barco ebrio” de Arthur Rimbaud. Aquí el poeta-navío se lanza al mar y navega acosado tanto por magníficas visiones como por la ferocidad de los elementos, que amenazan con destruirlo. A punto de rendirse, exclama: “Toda luna es atroz y todo sol amargo. Que reviente mi quilla, que me hunda en el mar”. La poeta-árbol tampoco hace concesiones, “he sufrido la atrocidad de los atardeceres”, escribe, “quemada hasta la raíz / mis rojos filamentos arden y duran, son un puñado de cables”. Rota, no vencida, ha de volver a su personal batalla con la luna: “También la luna es despiadada: estéril, me arrastraría con crueldad. / Su fulgor me hiere. O quizá la he atrapado. / La dejo ir. La dejo ir / disminuida y plana, como tras una cirugía extrema.”
El poema no termina ahí, tampoco ese libro que Sylvia Plath (1932-1963) no vería publicado, todavía lejos de aquella helada y última mañana de febrero.
AQ