Dnes to bylo docela hezky
(Hoy ha sido un día muy bonito)
Franz Kafka, Diarios (1910-1923)
A la llegada todo fue muy confuso. Tomamos ese autobús que nos llevaría justo al sitio preciso de hospedaje pero no fue así. Bajamos del autobús al mismo paso que el resto de pasajeros y seguimos cuestionándonos sobre el acierto de la aventura. Debíamos buscar a K aunque fuera en el sitio incorrecto. El Charles Central quedaba a dos pasos del metro Krizíkova y a uno de la decadencia. Los Czech Inn son hoteles de un sistema político —ideológico— obsoleto, aunque con la voluntad de ser actuales: un retrete minúsculo, una tina absurda, cuatro camas desprovistas de resortes, y un cuarto contiguo, con una cama extra. La puerta era una rareza: aún conservaba la cerradura con llave. A mí, adicta a la nostalgia, me pareció un espacio aislado del progreso, un pequeño acertijo en un país de incógnitas.
Era domingo por la tarde y debíamos comer —todavía no nos consideramos artistas del hambre, claro que no—. Encontramos unas quesadillas de cinco estrellas, con auténticos chiles jalapeños y Jarritos auténticos que nos arrancaron suspiros de emoción.
Despertar por la mañana, sobre esas camas de esponjosidad cuestionable, requirió el esfuerzo de Samsa: aunque me lanzase con mucha fuerza al lado derecho, una y otra vez me volvía a balancear sobre la espalda. Teníamos tres días para encontrar las torres, todas las iglesias, el reloj astronómico, el río Moldava, el castillo, la isla de Kampa y a K.
El camino de oscuros adoquines sopesa nuestro pasado y nuestro futuro.
No hay más.
Un jardín nos llevó a la catedral de los santos Cirilo y Metodio, y esta, a la segunda guerra mundial, la ocupación nazi y la historia de la resistencia de los paracaidistas checos que atentaron contra Heydrich: oficial de alto rango de las SS y representante del Reich en la región, conocido como “el carnicero de Praga”, ni más ni menos. Después del ataque, el comando se refugió bajo la catedral, en las criptas, pero los delataron y fueron cercados por más de 800 agentes de la Gestapo, y finalmente masacrados. Es sobrecogedor que hoy en día esa iglesia es conocida como Monumento Nacional a los Héroes de la Heydrichiada. K no estaría aquí, lo sabíamos, porque el 2 de agosto de 1914 —muchos años antes del suceso— había escrito en su diario: Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Tarde, escuela de natación. Por encima de los alemanes, K prefería nadar.
Vislumbramos una torre, la de la Pólvora, la puerta a la Ciudad Vieja, a la Praga de ensueño y cuentos de hadas, a la magia medieval de la bella Praga, la original, la Praga pesadilla.
Cruzamos el umbral.
Llegamos a la plaza porque sabíamos de otra torre, la del Ayuntamiento, y su reloj astronómico. Hay una suerte de hechizo al contemplar el espectáculo: a la hora, las figuras del reloj se mueven y la Avaricia, la Lujuria, la Vanidad y la Muerte hacen lo propio; mientras, de las ventanas salen los apóstoles conducidos por San Pedro. Es un hechizo, sí, pues el relojero que construyó esta maravilla, maldijo a la ciudad —Praga será una madrecita de garras afiladas—, toda vez que los habitantes lo cegaron para que no pudiera construir otro igual. Como Kafka, siento una opresión en el pecho porque Praga comienza a retenerme, mientras contemplo las torres puntiagudas de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, “la encerrada”, pero me niego al presagio.
Nos dirigimos a la iglesia de San Nicolás, a un costado de la plaza de la Ciudad Vieja, pero no fue así: al otro lado del Moldava, en la Ciudad Pequeña, está la iglesia de San Nicolás, cuya cúpula se distingue al otro lado del río y si esta es la iglesia de San Nicolás y aquélla también, entonces estamos cerca de K.
Caminamos hacia otra torre, la del puente de Carlos, y cruzamos, evitando la escultura de San Juan Nepomuceno y su perro, aunque parece que ya la hemos tocado: seguimos en Praga, sin saber si hemos vuelto o si nunca nos fuimos.
En la Ciudad Pequeña sucede todo, y todo vuelve a suceder. Preguntamos por la casa de Franz Kafka y nos responde la incógnita de cuál casa, todas las casas, la que nunca lo fue.
La escritura —escribiré a pesar de todo, indefectiblemente; es mi lucha por la supervivencia— es la única casa posible.
Casi sin querer, nos encontramos en la calle Husova y miramos hacia el cielo: ahí está, el “Hombre colgado” —de David Cerný—, la representación escultórica de los miedos, pero no es K.
Con decisión, el tranvía nos lleva al Castillo de Praga y nadie nos mencionó que la catedral de San Vito sería nuestra perdición: ahí, frente a la entrada principal, la belleza nos hace llorar. Entonces, una corazonada nos dice que K no está ni estuvo aquí: la calle principal no conducía al castillo, torcía, y aunque no se distanciaba, tampoco se aproximaba a él.
Los muros blancos esconden un jardín secreto, el de Wallenstein, pero Praga es secreto compartido que lentamente seduce, hipnotiza, embruja. Trazamos los caminos entre esculturas de dioses y pavorreales, bordeando flores, fuentes, arbustos, y la mirada se fija en una gruta de formas terribles que engañan. Ahora somos huéspedes tardíos y avanzamos.
Praga es un pequeño acertijo en un país de incógnitas y creemos ver a K en la isla de Kampa, pero no fue así: solo los bebés gigantes, sin cara —otra vez Cerný— y una legión de pingüinos amarillos. De aquí también sale la desesperación.
Praga, la incierta, no te acoge aunque no tenga salida.
No hay más.
Nos rendimos, sí. Nos rendimos porque K es escurridizo, porque las torres, todas las iglesias, el reloj astronómico, el río Moldava, el castillo y la isla de Kampa son inmutables, pero no K. Incluso Cerný, que se nos cruzó en el camino de oscuros adoquines.
Nos rendimos justo aquí, en la isla de Kampa, por la legión de pingüinos amarillos.
AQ / MCB