Hay imágenes que se quedan en la memoria desde la infancia y permanecen como raros misterios. No sé por qué, recuerdo aquel mediodía, de regreso de la escuela (¿o de regreso a la escuela desde Chapultepec?, el recuerdo sitúa el trayecto de norte a sur, si bien no creo haber tenido, a aquella edad, ni la más remota idea de las coordenadas), haber visto a aquel hombre de pie frente a la puerta de su casa, una casa sencilla en una esquina con su escalerita, comiendo un pedazo de coco. La casa estaba pintada de verde pistache, las puertas y las rejas de las ventanas de blanco, eso me dice la memoria, y el hombre sería un poco mayor, algo canoso. Un hombre en guayabera mirando a la calle plácidamente, casi con orgullo de propietario, desde un lugar que me pareció provinciano, un sitio a visitar, un reino de felicidades sencillas y a la vez soleadas, cotidianas. ¿Sería Tacubaya, quizá? ¿A quién esperaría el hombre? Quizá a los hijos que debían regresar de la escuela, quizá solo miraba a la calle en lo que estaba lista su comida, entreteniendo el hambre y la espera, quizá espiaba alguna cosa de su interés.
Ahora bien, ¿cómo es que yo, que no superaría los diez años, quizá ni los nueve, retuve esa imagen como la de la felicidad en un lugar ajeno? Recuerdo haber querido probar el coco y haber querido vivir en esa casa pintadas de color pastel, antigua y estancada en otros tiempos, como si fuera una casa de fantasmas o una película mexicana. Es probable que el paseo a Chapultepec no hubiera estado tan divertido como esperaba y la idea de regresar a la escuela o a la casa no me atrajera demasiado; lo misterioso es que ese recuerdo permanezca hasta ahora, un recuerdo que en varios momentos de la vida se me ha aparecido como una especie de acertijo, una viñeta de significado incierto. No digo que no haya recuerdos así, pero es común que muchos permanecen justo por ser conflictivos o traumáticos, esos que nos empujan a hacer algo con ellos: recuerdos que piden terapia a gritos, dolores que necesitan sanar o resolverse de alguna manera, problemas o disgustos a enfrentar tarde o temprano. O recuerdos felices, por el contrario, a causa de un suceso alegre, una plenitud que marca la vida. Pero el hombre de pie frente a la puerta abierta de su casa, comiendo con placidez su pedazo de coco, no representaba conflicto ni dolor alguno, o quizá sólo eso, una forma de la despreocupación en una ciudad pacífica y algo provinciana ya ida, irrecuperable. Será por eso que cada vez que se me aparece aquella imagen en la memoria, el hombre del pedazo de coco le queda a la niña del camión de escuela cada vez más lejos, igual que ella a mí.
AQ / MCB