Cultura

‘Dos extraños, dos estaciones’: el cine que se sueña

Cine

La cinta de Shô Miyake despliega un relato que se reinventa en cada plano. Su tono contemplativo abre un mundo de sutilezas.

Los curadores de la Muestra Internacional de Cine de la Cineteca han conseguido, desde su primera edición en 1971, ofrecer un panorama de lo que es el cine mundial. En su emisión número 78, la Muestra inicia con Dos extraños, dos estaciones de Shô Miyake, una obra especular con estructura de puesta en abismo: un relato dentro de otro relato que se descubre escrito dentro de sí mismo. Lo que parece una historia de amor (esta chica solitaria, un joven pescador y una playa en la que el verano se disuelve en el mar) se revela como creación de una guionista que inventa lo que nunca vivió.

Dos extraños, dos estaciones es un artefacto de la nostalgia. Durante la primera mitad, la historia es minimalista. Nagisa llega a un pueblo costero de mares grises. A lo lejos pasan los trenes; conoce a Natsuo, un chico que repara botes. Sus encuentros son tan silenciosos como en Con ánimo de amar de Wong Kar-wai, aunque con menos estilización en los gestos, en la mirada del fotógrafo y el director. Los encuentros entre Natsuo y Nagisa se narran con caminos sobre la arena, un ramen compartido, la vista de un faro suspendido sobre la bruma. Entonces, cuando la historia parece solo una fábula sentimental muy lenta, Miyake, el director, rompe la superficie. La imagen cambia de tono. La textura se enfría, el color se vuelve metálico y aparece Li, una guionista japonesa que escribe su historia de amor. Los nombres de los protagonistas aparecen en su libreta tachados, reescritos una y otra vez.

La primera mitad, veremos, se refleja en la segunda. Se teje así, en la historia misma, el deseo de narrar. Es entonces que, en busca de inspiración, la guionista va a las montañas donde conoce a Benzo, un silencioso hombre cargado de culpas dignas de Dostoyevski. Otra vez el silencio. Cenas en que no se habla, miradas que no terminan por encontrarse. Un día ella escribe en su libreta esta frase que captura el espíritu de la película: “a veces escribo para recordar, a veces para olvidar. Siempre escribo para que algo, aunque sea solo el viento, me devuelva la mirada”. La película, así, se ha doblado sobre sí misma porque el mundo que propone Miyake está lejos del golpe teatral del cine occidental. Y contar esta película es como querer contar la experiencia de escuchar una sinfonía.

Dos extraños, dos estaciones tiene el espíritu del mono no aware (物の哀れ), la conciencia oriental de la belleza efímera; la tradición zen en que el arte no capta lo eterno, sino lo efímero; tiene también el espíritu del haiku. El té por la mañana, un jardín seco. No se trata de retener el tiempo sino, más bien, de señalarlo. Miyake no usa metáforas ni lo que en el cine occidental se llama desarrollo psicológico de los personajes. Lo suyo es la presencia contemplativa. La cámara observa con paciencia monástica, con planos que duran más de lo que el espectador occidental considera racional. La demora se vuelve enseñanza: hay que habitar el tiempo, no consumirlo. Cuando Nagisa y Natsuo caminan sin hablar, cuando Li mira a Benzo sin entender, sabemos que más que ante un filme estamos ante una suerte de kōan, una parábola que tiene, eso sí, el espíritu del poeta romántico europeo en el sentido de que la fotografía de Yūta Tsukinaga reinterpreta la naturaleza como eco del impulso vital de los protagonistas. Por ello, en la última imagen (un mar que remite al inicio) todo se envuelve sobre sí mismo: es una cinta mágica en la que lo que termina vuelve a empezar.

Dos extraños, dos estaciones

Shô Miyake | Japón, 2025

AQ​

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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