El poeta argentino Arturo Carrera en su libro, La partera canta, reconfigura las palabras “madres” y “padre”, a partir de dos anagramas, el primero en la lengua de Shakespeare, “dreams” y el segundo en español, “pared”. Dos significaciones antagónicas: la expansión y la contención. No sé si sea exclusivo de nuestra tradición literaria, el prestigio elegíaco de la figura paterna, situación explicable ciertamente desde la sociología, la historia de la vida privada y de la sexualidad. Friedrich Engels explicaría mejor la relevancia social del padre a partir del binomio familia y propiedad. Sin embargo, los cambios políticos del siglo XX, las luchas y las reivindicaciones de la mujer en primerísimo lugar, permearon a la literatura al grado de que la presencia femenina dejó de cumplir, exclusivamente, ese rol moldeado por las fatalidades biológicas y las circunstancias impuestas por la sociedad del momento. Entonces, las obras literarias ampliaron el horizonte y la profundidad de las indagaciones literarias, estéticas y filosóficas para demorarse en todas sus “pasiones”, incluidas las de su morir.
Tema para un congreso de literatura, la figura materna, de La madre de Máximo Gorky y Madre Coraje de Bertolt Brecht hasta llegar a Mi madre de George Bataille y al testimonio autobiográfico del mismo título de Richard Ford. Por lo dicho, nuestra época ha incorporado a la madre al imaginario literario, lo ha colocado al mismo nivel que el del padre, tanto en el devenir de la vida —la gestación, el alumbramiento, la crianza a menudo edípica y la separación apremiante de los hijos— como en la encrucijada final. ¿Peco de políticamente correcto? Recientemente comenté la poesía de tres poetas mexicanos, Jeannette L. Clariond, Vicente Quirarte y Claudia Berrueto, quienes han dedicado libros completos o secciones importantes a recuperar y recrear la presencia y la ausencia de la madre, ejercicios de memoria y de invención, de exorcismos y expiaciones. A esa tradición poética se incorpora con una propuesta personalísima, Historial clínico de León Plascencia Ñol (Ameca, Jalisco, 1968), conocedor por supuesto de otras experiencias literarias de duelo maternal con las que dialoga y contrapuntea en esta su cita inevitable —una mise en scène de intensos pasajes por las galerías de la enfermedad—, la marcha fúnebre de despedir a la dadora de vida, pero también, el camino de regreso para un reencuentro vía los sueños o las revisitaciones a la infancia. Tras esa separación rotunda, el poeta vuelve a la otrora arcadia verbal ahora en situación de caos: “La lengua materna tiene que ver con un estado de inestabilidad. Soy inestable. Me perdí en el lenguaje”.
Las palabras aprendidas de la boca de la madre pierden imantación para relacionarse con el mundo. Hay conciencia de esa pérdida de sintonía. Por eso, el carácter fragmentario del libro, las variables de escritura entre la prosa más llana y la poesía exenta de artificios, los constantes flashbacks, la información médica como un lenguaje críptico, las citas de poetas y narradores, el tono dubitativo del hablante del libro, construyen en su trama discordante un paisaje siempre en movimiento. Un ir hacia lo inevitable aunque también, obra del espejo retrovisor de la memoria, ese desplazamiento hacia lo funesto ofrece luces de otras edades: faenas domésticas de la madre, vacaciones familiares, llamadas telefónicas, sueños… Desde luego, el magma verbal de Historial clínico (Ediciones ERA, México, 2024, pp. 140) avanza con angustia y confusión por todo ese paréntesis de la existencia que es el hospital, zona de trance, región siempre cubierta de una llovizna como sugiere el poeta: “Vuelve la lluvia. / Hablo por el celular para dar noticias sobre mi madre. / Mis palabras no son originales”.

La portada del libro, una fotografía de carretera tomada por el autor, puede darnos no solo una pista sobre el contenido del mismo. Claro, anuncia un tránsito, un devenir. ¿De quién o quiénes? ¿Hacia dónde? Asimismo, ese paisaje de lejanías, los cerros azules y, de cercanías, los cañaverales de tonalidades verdes y amarillas, suman con los oscuros nubarrones y el horizonte despejado al fondo, una atmósfera anímica, incluso, me atrevería a decir, una atmósfera espiritual. El mismo Plascencia Ñol no duda en señalar que esta imagen es, a su manera, un Mark Rothko, una contención visual que se expresa en la línea blanca de la carpeta asfáltica, indicativa, por otra parte, si la materia es un historial clínico, de una ausencia de signos vitales, una línea recta infinita.
Un documento y una elegía. En cierta forma, Plascencia Ñol recupera el anagrama materno construido por Arturo Carrera y también nos propone un diario de sueños, una bitácora de visiones entremezclada con los apuntes de las devastaciones en el cuerpo de su madre. El dolor y la enfermedad. El deambular de la familia alrededor del paciente en un entorno de ineluctable impaciencia. Los encuentros de instantáneas del pasado remoto con momentos del lancinante día a día. En la adenda, al final del volumen, aparecen los nombres de las y los escritores con los cuales el poeta jalisciense se acompaña y se consuela, mirando con los ojos abiertos las cuencas vacías de la implacable señora del “rubor helado”.
Historial clínico es un edificio de múltiples estancias en el espacio y en el tiempo. Libro de entraña y extrañamiento a pesar de que se trate de un acontecimiento esperable, incluso lógico: la muerte de uno de nuestros mayores. La elegía es catarsis, altar y aceptación. En efecto, veo en su arquitectura ámbitos y actos rituales donde la palabra poética propicia una forma de coexistencia entre las imágenes del ayer, las de la herida presente y las del duelo por venir: “Ha muerto mi madre. / Arranca el frío, la turbina del cielo, / arranca la nada contra ti. / Ciega el miedo”. En su amplia y bien valorada bibliografía, este libro es un aparte. Una dimensión mayor. Escritura apremiante como ineludible cuya composición, nada convencional, de múltiples recursos literarios y plásticos, profundiza sin el menor atisbo melodramático en una experiencia de desprendimiento, de tajo vital, de dolorosa iniciación a una nueva vida. Orfandad de un punto cardinal y cordial, de un vocabulario, de una materialidad que en las páginas de este historial se reinventa por obra del sueño y de la poesía, territorios provisionales donde los vivos y los muertos respiran el mismo aire.
AQ