Cultura

Soy lo que he perdido | Un relato inédito de Donatella Di Pietrantonio

Literatura

Donatella Di Pietrantonio vuelve al origen para narrar lo que la marcó. Entre ovejas, culpa y nostalgia, algo profundo vuelve a respirarse.

Nacida en Arsita, un pequeño pueblo de montaña en la región de Abruzzo, Italia, Donatella Di Pietrantonio es, en la actualidad, una de las voces más poderosas de la literatura italiana. Ganadora del Premio Strega 2024, Donatella Di Pietrantonio escribe desde la fracturada memoria de la infancia, desgarrada por los oscuros vientos de las relaciones familiares, cuyos silencios y violencias dejan el alma frágil para enfrentar la vida. En sus textos, ‘Mi madre es un río’ (Duomo Ediciones, 2023), ‘Bella mia’ (2013), ‘La retornada’ (Duomo Ediciones, 2018), ‘La hermanas de Borgo Sud’ (Duomo Ediciones, 2021) y ‘La edad frágil’ (Duomo Ediciones, 2025), se entrelazan los dolores que nos forman y que moldean nuestra memoria, con la certidumbre de que la vida es un juego en el que siempre, inevitablemente, perdemos.


‘Soy lo que he perdido’ es un relato inédito en español, un viaje de retorno a la infancia y sus temores y a las ovejas del abuelo.

Odiaba a las ovejas. Resulta difícil de creer, con esas caras sumisas y la indiferencia afable de su mirada. A veces, hasta lograban esbozar breves sonrisas, con esos labios sonrosados sobre los grandes dientes rectangulares de herbívoros. Pero yo las conocía, malditas. Las ovejas son falsas y traicioneras. Aparentan ser sumisas, que siguen a las demás, pero a la única que obedecen es a la más rebelde, a la que se adentra más allá, a la que salta la barda para largarse a pacer en la verdísima hierba del vecino.

Ellas también me odiaban. Mi abuelo carecía de la determinación de un verdadero pastor. Yo solamente era su suplente y lo relevaba con demasiada frecuencia, en temporada de cosecha o cuando tenía que ir al pueblo para abastecerse de levocarnitinas y de tabaco para pipa. Entre el rebaño y yo no existía empatía alguna: no lograba que me entendiera cuando yo quería que se moviera de un lugar a otro, y acababa disperso en propiedades ajenas o incluso llegaba a cruzar el río para pastar felizmente allí, donde yo no podía alcanzarlo para arriarlo.

Las ovejas tenían hambre y, en ese punto, siempre llegábamos a un acuerdo. De repente, dejaban de hacer berrinches, la formación se desplegaba y empezaban a pastar. Y allí se quedaban, toda una media jornada, avanzando a una lentitud exasperante, solamente interrumpida por la disponibilidad de comida. ¿Y yo, la pastora? Todas esas horas de aburrimiento, preguntándole a la nada cuál era el sentido de mi vida. Con un libro en la mano, si es que tenía uno, o con el pequeño radio de transistores que no captaba bien la señal y chiflaba. Esa soledad sin amparo, junto a esos cuadrúpedos tan unidos. A esas mismas horas, mis compañeras de la escuela se reunían en la plaza para luego caminar juntas hacia la heladería Regina, donde elegirían un cono o un cornetto, combinado de crema o combinado de frutas. Creo que las ovejas me provocaron un periodo de depresión juvenil.

En ese entonces también me preguntaba, y todavía me inquiero: ¿por qué yo me tardo en comer veinte minutos, máximo, y a ellas les demora todo ese tiempo? Quería correr de allí. El único viaje que realmente importaba era: lejos de las ovejas. Quería ver una ciudad grande y compleja, con muchos barrios. Ya no soportaba esa vegetación que casi se engullía las casas.

Así, una mañana de domingo de un junio, me distraje, soñando con escapar o pensando en mis amigas en la heladería. Las ovejas estaban en ayunas, deambulando libremente por un campo de retoños de alfalfa. Cuando las vi en el suelo con la barriga hinchada, respirando apenas, ya estaba perdida. Salieron corriendo de casa al escuchar mis gritos; mi madre trajo los morteros con Timpanina y se la metimos en las bocas jadeantes. Sólo murieron dos y ni siquiera nos las pudimos comer. La carne ya estaba contaminada, la sangre estaba podrida: no comeríamos arrosticini. “¿Qué has hecho, desgraciada?”, dijo mi abuelo. No sirves para nada, ni siquiera para pastorear ovejas. Lo veía borroso entre las lágrimas. ¡Cuántas veces me había repetido que la hierba tierna provocaba graves indigestiones, sobre todo si está cubierta de rocío como esa mañana! “Los animales sufren trastornos digestivos por la hierba húmeda. La comida se hincha en el rumen, el primero de los cuatro estómagos, los gases y la espuma impiden los eructos”. Esto es lo que leí en Internet sobre el tema. Y más adelante: “Sin eructar, la comida se queda en el estómago mucho tiempo, causando hinchazón y dificultad para respirar. En estado de abandono, los animales mueren asfixiados”. Eso fue lo que hice: los abandoné. Los dos más débiles –o los más glotones– murieron asfixiados por mi culpa. La Timpanina, un simple surfactante, no había obrado su milagro. Pero ellas tampoco: ellas debían saber que en esas condiciones la hierba les hacía daño, ¿no? ¿Para qué rumiarla? Yo dejé de comer alcachofas después de que me provocaron retortijones.

Durante toda mi vida he seguido soñando con aquellas dos pobrecitas tendidas en medio del campo, tan hinchadas de aire que podrían remontar el vuelo y desaparecer en el cielo sobre la montaña. Con ellas había muerto mi inocencia, si es que alguna vez había existido. Mi abuelo me dejó de hablar durante días. Apenas me veía, se daba la media vuelta, dejándome ver sólo un poco de esa arruga amarga de la boca que significaba desilusión, desprecio. A veces, también los abuelos son capaces de eso, y el mío no era como en los cuentos de hadas.

Me pude alejar del campo siendo ya una adulta, pero siempre por breve tiempo. Roma ya no era la misma que la primera vez, durante el Jubileo de 1975, con las multitudes de peregrinos y la Escalera Santa que se tenía que subir de rodillas, a manera de penitencia. En aquel entonces, cada monumento me parecía desproporcionado, no se si por su grandiosidad o por mi pequeñez. Todo me abrumaba, me sentía acogida y rechazada a la vez.

En el fondo, hoy no es tan diferente; en las arrugas de la edad madura permanece esa sensación irreductible de sentirme fuera de lugar. Me detengo un instante frente a los torniquetes del metro, yo soy esa que quizá no logre pasar. Llevo en mi el eterno olor a oveja que ninguna Eau de lierre podrá jamás neutralizar del todo. En las habitaciones de hotel la soledad carcome, pero se ha amansado un poco. Se duerme junto a mi en las camas demasiado grandes, me deja dormir. Me llevo el jaboncito como si en casa no hubiera jabones y gel para la ducha.

La pobreza no sólo era material, era un estado mental que nunca pude superar del todo. En los restaurantes siempre dejo limpio el plato, porque estoy a punto de pagarlo. Y si no soy yo quien lo paga, de cualquier manera, lo limpio, precisamente porque me lo ofrecen y no me cuesta nada. Sigue siendo como un defecto y un reflejo, una forma de estar en el mundo. El viaje ocurrió, no puedo negarlo, me llevó lejos y a lugares que no me esperaba, pero era sólo aparente. Un círculo que siempre se cierra y se digiere a sí mismo. Las ciudades me gustan, pero luego de un rato ya quiero alejarme de ellas. Todavía tengo miedo de perderme. Amo Roma, pero me apesta y me ensucia el pelo, me traga y me escupe en las aceras de orina.

Regreso al silencio, a los olores de la cocina del pueblo, que varían de casa en casa. Y a veces me exijo ir más allá, con la incursión de la memoria: hasta las odiadas ovejas que no me obedecían. La nostalgia de ellas dura sólo un instante. ¿Todavía podría hacer lo poco que sabía hacer? Cuánto aprendí desde entonces, pero cuánto he olvidado con el tiempo. Cuánto me ha dado y cuánto me ha quitado irme de allí. Yo también soy todo lo que he perdido.

Traducción de María Teresa Meneses

Texto tomado de d Magazine La Repubblica, 09. 08. 2024.

AQ / MCB

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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