Cultura

Acueductos rotos: la poesía de Claudia Solís Ogarrio

Reseña

‘Respire y no suelte’, de Claudia Solís Ogarrio, es un poema que ilumina la memoria profunda que sale a la superficie cuando todo es orfandad.

Al recibir Respire y no suelte (Hormiguero, 2024) agradecí la bien hechura de su edición que lleva a una lectura dilatada, pausada; sin más quedó en mi mesilla de trabajo acompañando mis días; sabía que me miraba de reojo mientras atendía el enjambre de lo cotidiano, que me esperaba calladamente porque las letras de su título me iban distrayendo de lo urgente, porque el tenerlo tan cerca de mi mano apaciguaba mis destiempos. El libro sabía, yo lo sabía, pero su autora no.

“Respire profundo. No suelte. Puede volver a respirar”, es un verso suelto que reza en el dintel, ese umbral que da comienzo al viaje inmóvil de Claudia Solís Ogarrio, verso que habrá de marcar las veintiún estancias de un poema que recorre lo muy secreto que se guarda en la memoria del corazón y que brota cuando la vida se resquebraja al filo del vértigo.

Hay un poema en signo de haber sido tocado, un modo despojado donde la fatalidad del tiempo sobreviene como un horizonte que se desvanece, un cierto desvelo por haber entrevisto un claro de sombras donde la imagen toca lo no finito y donde lo terrible destripa al lenguaje, lo violenta para nombrar lo que no tiene nombre. Hay un estado poético de ensoñación que acrecienta la lucidez, una intensidad que doblega a las palabras para que sobrepasen su significación y constaten lo que oculto espera nacerse porque “nítida es la orfandad/ nítida,/ la sombra de la casa”.

Hay una resonancia y un confluir, una lejanía que se apropia de la mirada, un verso suelto como un repicar de campanas que pauta la fragmentación del discurrir de la conciencia; redoble, insistencia que frena y acicatea el devaneo de la escritura/ en gesto de haber sido atravesada por el furor de la tormenta/ cuando la nostalgia busca su casa.

Hay un poema que seduce con sus registros entreverados a través de la aparente suavidad de su expresión abisal. Percusión que disloca y aviva la duermevela cuando las orillas confunden su distancia; cuando el instante privilegiado es un hueco, y el envés del hueco, donde concurren lo fugaz, la mesura del fuego y la noche, cuando la vida ocurre en la carnadura del verso...

Hay un poema con su silencio color lila y su destiempo del malva, un dolor agudo en los pulmones que se atreven a derrotar la mudez, una resiliencia que recoge el fruto de lo preciado; hay una experiencia radical que rebasa los sentidos, la lengua y la razón, pero que se enlaza a un tejido metafórico sutil, pero no por ello insustancial, para expresarse.

Hay una marca indeleble, una cicatriz que se acaricia para comprender porque nadie de los que vivimos están. Si hubo una lastimadura, si hubo evidencia de su enigma, del desamparo y la oscuridad intensa de su desmesura; si hubo la yesca y el enjambre, lo que ha de quedar son las voces que reverberan en las entrelíneas de lo extremo. Si hubo esa apropiación de la carnalidad a través de la zozobra y la enfermedad, si se resguarda ese sonido animal de lo incurable, esa herida, es porque en su archipiélago habitan los otros que alguna vez han sido, aquellos que redimen ese paisaje interior de lo muy profundo, singular raíz que apresa lo preciado y su borradura. “Más de la mitad de mis años/ están en esta tierra,/ de capillas dominicas/ y acueductos rotos,/ que nos silencian y purifican/ en medio de guayabos y limas/ que embriagan de dulzura al sueño,/ en tardes de cielos grises/ y apegos familiares,/ ¿dónde estás, madre?”

Hay un nudo que sujeta los hilos de lo vivido; hay una mujer redescubriendo los trechos, desvelando las huellas que se han rescatado de tanto revisitarlas; hay un ojo que detiene el silbido de la flecha antes de alcanzar su blanco, y en esa tensión inigualable, el poema es testimonio de que se estuvo y se está en presencia, que se perdura, que hay un encuentro que burla las trampas del azar porque “se crece despacio/ al vuelo,/ sola en la sombra”. Veladura donde acontece lo primordial, “la oración callada,/ estrella negra,/ la mañana color cinabrio./ La muerte [que] nos une,/ la vida, [que] nos separa”.

Claudia sabe que a veces el precipicio es un espacio vital; y otras, que la lluvia lava la muerte del cuerpo, pero que, frente a su río, inevitablemente, siempre arden las horas y la vida siempre derrama su luz.

Mariana Bernárdez es poeta y ensayista.


Texto leído durante la presentación de ‘Respire y no suelte’ en el Centro de Lectura Xavier Villaurrutia, el 30 de octubre de 2025.

AQ / MCB

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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