Cultura

Tras los pasos de un Darwin dickensiano

Guía de forasteros

El paleontólogo Stephen Jay Gould reivindicó la prosa de Charles Darwin como una herramienta poderosa contra el creacionismo. A 165 años de ‘El origen de las especies’, su legado sigue incomodando a quienes desprecian la evidencia.

“Siempre seremos forasteros en el jardín de Charles Darwin”, me aseguró en alguna ocasión el célebre biólogo evolutivo Stephen Jay Gould, “pues al leerlo, aun hoy, podemos descubrir recovecos, senderos cuyo recorrido nos depara gratas sorpresas”. Junto con Ernst Mayr, Edward Wilson y George Gaylord Simpson, Jay Gould completó una notable cuarteta heredera del pensamiento darwiniano, aunque entre ellos haya habido abismales diferencias de interpretación. Ante los embates del creacionismo a lo largo del siglo XX, como vuelve a suceder hoy en día, los cuatro biólogos se erigieron en los defensores del relato que nos acerca a lo que realmente sucedió cuando aparecieron organismos vivos en la Tierra, a pesar de las lagunas en el registro fósil.

Jay Gould, autor de libros clásicos como El pulgar del panda (1980), también pensaba que no había mejor sitio para convertirse en un naturalista que Shrewsbury, poblado británico de veinte mil habitantes en 1809, año en que allí nació Darwin. Londres lo hubiera aplastado; una pequeña localidad hubiera resultado muy aburrida.

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“Shrewsbury y Darwin estaban hechos a la medida”, dijo aquella vez Jay Gould, sonriente, ironizando sobre la fama de alguien cuyo pensamiento sacrílego los creacionistas quisieran borrar del mapa. El creacionismo niega la evolución de las especies, cosa que Jay Gould enfrentó con claridad y contundencia. Su magnífica prosa nos guía por el jardín de Darwin; así, nos enteramos de que el mundo no fue creado ni se encuentra en un ciclo perpetuo, sino que cambia y sus organismos se transforman con el tiempo. Además, si somos un poco observadores, descubriremos un árbol genealógico común; es decir, que los grupos de organismos descienden de un antepasado común y todos, incluyendo animales, plantas y microorganismos, tienen un origen vital único. A menos que uno esté cegado por razones ideológicas y religiosas, es fácil darse cuenta de que la multiplicación de las especies explica el origen de la enorme diversidad orgánica que conocemos hoy.

Basta darse una vuelta por algún museo de Historia Natural (sitios que también los oscurantistas quisieran desaparecer), como el de Londres. En el descanso de la escalinata principal hay una estatua de Darwin sentado, esperando a que caminemos por el jardín de las especies milenarias y notemos cómo se multiplican, ya sea dando lugar a dos hijas, o bien porque alguna se ha establecido en forma tan aislada que evoluciona y se convierte en una nueva especie. No solo eso: el cambio evolutivo se lleva a cabo mediante el cambio gradual de poblaciones, y no por la producción súbita (por saltación, dicen los biólogos evolutivos) de individuos que representan un nuevo tipo.

Jay Gould me aseguró que la idea más atrevida de Darwin fue proponer la selección natural: herejía según Emma, su propia esposa; idea abominable según el resto de la sociedad. El cambio evolutivo aparece ante una abundante disponibilidad de variación genética en cada generación. Los relativamente pocos individuos que sobreviven, debido a una afortunada y bien adaptada combinación de caracteres heredados, preparan a los que siguen.

Las observaciones de Darwin, basadas en su bitácora de viaje, levantaron ámpula porque en ese momento no había evidencia suficiente, y si la había, los conflictos religiosos, morales y filosóficos envalentonaban a sus rabiosos detractores. Semejante reacción no hubiera alcanzado tal magnitud si la prosa de Darwin no hubiese mostrado ritmo literario. Importa la manera en que expresó sus observaciones, hallazgos y reflexiones, expurgando su narración de toda jerga científica y retruécano literario. De hecho, en su conjunto, la obra de Darwin podría verse como una gran sátira de lo que el sentido común y nuestras creencias más atávicas quieren hacernos creer.

Sus recursos estilísticos fueron más eficaces que los de muchos literatos. No extraña que haya sido vituperado por los vitalistas, quienes lo calificaron de artificial, mecánico, incluso malévolo, por apoyarse en el azar que rige la evolución. Precisamente todo lo que escribió Darwin revela la atenta mirada del novelista sardónico, agudo, como Charles Dickens; lo suyo es la gesta del botánico y el jardín que le habla. El poeta ruso Osip Mandelstam reconoció que, cuando leyó por primera vez El origen de las especies (1859), no entendió lo que el naturalista británico había querido decir en todas esas páginas “descarnadas”, muy lejos de los ampulosos naturalistas satirizados por el mismo Dickens en Los papeles póstumos del Club Pickwick.

Arrojado en su juventud, melancólico en su madurez, aquejado por diversos males gastrointestinales y cardíacos, ambos rasgos convivieron en Darwin durante su vida, a veces desgarrándolo, en ocasiones mostrándole una ventana ineludible a la realidad biológica de las especies vivas. Shrewsbury es la cabeza del condado de Shropshire, que se halla a poco menos de cuatro horas en tren al noroeste de Londres y que hoy no sobrepasa los cien mil habitantes. Aquí, el residente distinguido siempre será Darwin, como en Woolsthorpe, condado de Lincolnshire, lo es Newton. Pero no está solo: el papá del ex primer ministro Tony Blair, el cantante Ian Hunter de la banda pop Mott the Hoople y el poeta de la Primera Guerra Mundial Wilfred Owen también patearon estas calles humedecidas por el río Severn.

En el camino entre Shrewsbury y Edimburgo hay quien comenta que se le debe al naturalista una disculpa pública post mortem, sobre todo en el Reino Unido y en Francia, no únicamente por las mofas que provocaron sus ideas en cuanto al origen y evolución de los organismos vivos, sino por la insensibilidad de sus enemigos al no saber reconocer una prosa magnífica. ¿Por qué ir a la capital histórica de Escocia? Porque fue aquí —uno de los bastiones modernos de la cultura británica y cuna de gran parte de la civilización tecnológica que hoy gozamos y padecemos— donde Darwin confirmó su vocación literaria y su necesidad de abordar la historia natural como nunca antes había sido pensada ni escrita.

Imaginemos el peregrinaje de Darwin antes de embarcarse en el Beagle: desde el jardín de su casa en el monte (The Mount) de Shrewsbury a Edimburgo, en 1825, donde, después de unos meses, abandonó la tortuosa medicina decimonónica por lecciones de taxidermia con John Edmonstone, que el ilustre naturalista negro solía salpicar de intrigantes relatos sobre las exóticas tierras de Sudamérica. En su segundo año en la ciudad de Walter Scott, podía verse a Darwin caminando junto al prominente biólogo evolucionista Robert Edmund Grant, rumbo a las costas escocesas. Fue este quien le enseñó claves sobre los ciclos vitales de la vida marina que más tarde fundamentarían su propio relato. Luego comenzaría la leyenda.

AQ

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Carlos Chimal
  • Carlos Chimal
  • Becario del Consejo Británico en la Universidad de Cambridge, del Fondo por el Año de Shakespeare y del Hawthornden International Retreat for Writers. Es autor, entre otras novelas, de Escaramuza y El mercurio volante. Pertenece al SNCA.
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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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