Querida lectora, querido lector:
Hace ocho años me resigné a seguir adelante con aquello que ya se había arraigado mi corazón desde hacía un tiempo. Que solamente escribiría guiado por un impulso interior irrefrenable, y si ese impulso no se presentaba en años, esperaría antes de volver a escribir cualquier otra cosa. Concretamente, decidí dejar de ser un escritor profesional, si acaso alguna vez lo fui, y optar por un trabajo, por así decir, más tradicional. Y de reservarle a la escritura las cuatro de la mañana: si la fuerza de lo que quería escribir no era suficiente para hacerme levantar la cabeza de la almohada, entonces el libro bien podía no escribirse.

Creo que nunca hizo mejor elección. De ahí surgió, primero, El libro de las casas, que atendieron con tanto esmero. Y cuatro años después, El aniversario. Sin planearlo, una mañana antes del amanecer comencé a escribir este libro tan frontal y no paré hasta concluirlo. Por primera vez, también denigré al demonio de la disciplina. Nada, una vez iniciado, podía detenerme. Cuando mi hijo se levantaba interrumpía mi trabajo, desayunábamos, lo llevaba a la escuela, iba a dar clases. Pero apenas se abría un hueco regresaba a escribir: el primer borrador en un ataque de furia, los años siguientes para plasmar línea a línea la historia que tienen en las manos.
No quiero decirles nada más, añadiré, sin embargo, que si algo he entendido es que solamente existe una manera de escribir —y de leer— que, en última instancia, me permito. A lo que me resigné hace ocho años fue a escribir cada libro como si fuese un ajuste de cuentas conmigo mismo. Y por ajuste de cuentas me refiero a una actitud para escribir, porque si no lo hiciera, no sería un hombre libre. Porque si no escribiera cada frase, incluso en la ficción, eligiendo desterrar cada mentira, cada adorno, no sería un hombre libre.
Con la gratitud que le debo a cada lectora, a cada lector.
Andrea Bajani
1
La última vez que vi a mi madre, me acompañó hasta la entrada de la casa para despedirse de mí. Después, antes de cerrar la puerta, se esperó allí, hasta que me vio desaparecer en el embudo de las escaleras. Mi madre nunca fue afecta a manifestar expresiones de despedida, principalmente porque se sentía rebasada por una especie de timidez muy cercana a la negación de sí misma. Lo que, en la práctica, le hacía imposible cualquier retórica: de ninguna manera habría podido transformar en una puesta en escena, ni siquiera temporal, lo que ella misma consideraba tan marginal. Por esta misma razón, creo, no se concedió el derecho a legitimar el principio o el final de algo. Ella estaba detrás de mi padre cuando la puerta se abría, y estaba detrás de mi padre, cuando, al final de cada una de mis visitas, la puerta los tragaba hacia el interior de la casa.
Sin embargo, aquel día fue ella la que se despidió de mi por última vez, sola, al otro lado del quicio de la puerta, al inicio de la escalera. En lugar de decirme adiós, de alguna manera me siguió. Mirando hacia atrás, hacia los años que han pasado desde entonces, diría que ella no podía dejarme ir. Es un hecho que mientras yo iba ganando la salida, retrocediendo, cubriendo cada paso con cortinas de humo, mi madre avanzaba al mismo ritmo. Vista a través de los cristales de la escritura, la escena adquiere la apariencia de una danza, con el pie de un hombre hacia atrás y el pie de una mujer hacia adelante, como apoyo, otro paso del hijo, otro más de la madre, hasta la salida.
Las últimas palabras que le oí pronunciar a mi madre no fueron una afirmación sino una pregunta, lo cual, una vez más, estaba en marcado contraste con una actitud de aceptación en lugar de petición, de sumisión en lugar de exigencia, de rendir cuentas en lugar de pedirlas a los demás.
—“¿Volverás a visitarnos?” —me preguntó, avanzando hacia mi mientras yo iba saliendo de la casa. Creo que me miró a los ojos, pero es más una suposición que un vago recuerdo, ya que no la estaba mirando.
Su pregunta era totalmente inapropiada, no había razón para hacerla. Regularmente, una vez cada dos semanas, conducía setenta kilómetros para pasar unas horas con mis padres, generalmente alrededor de la hora del almuerzo. Después de comer, después del café, volvía al coche y regresaba a Turín. Había estado haciendo esto durante mucho tiempo, desde que dejé mi casa a los veinte años aplicando el acostumbrado pretexto de la universidad. Cuando me enfrenté a esa pregunta tenía cuarenta y un años. Esto quiere decir que llevaba veintiún años realizando ese gesto de ir a visitarlos con una frecuencia que no podía dejar de parecer rutinaria. No había, pues, motivos para dudar de que, después de aquel día, aquello se repetiría una y otra vez y para siempre. Además, yo era hijo y ellos eran las personas que me habían dado la vida, lo cual era condición suficiente para no albergar dudas.
Yo añadiría que no solamente la pregunta era claramente incongruente desde el punto de vista de la contingencia, sino que nunca me la había planteado ni había formulado jamás ningún pensamiento sobre ella. “¿Volverás a visitarnos?”, ella me preguntó. Nunca hubo una respuesta a esa pregunta. El “por supuesto” que le dejé en el rellano solo lo pronuncié para que pasara algo, para que mi madre dejara por la paz el argumento y yo pudiera bajar las escaleras. No fue una respuesta, simplemente porque esa pregunta, de una madre a su hijo, no podía ser formulada.
Sin embargo, mi madre lo hizo, y fue por instinto. Después de tantos años que había pasado evadiéndose, sin existir para sí misma ni para sus hijos, limpiando, sirviendo, obedeciendo a su marido en casa o en la cama, haciendo lo poco o nada que mi padre esperaba o exigía de ella, terminó con un gesto maternal. Sintió lo que ya había sucedido dentro de su hijo sin que él lo supiera.
Hace diez años, ese día, vi a mis padres por última vez. Desde entonces, he cambiado de teléfono, de casa, de continente, levanté un muro inexpugnable, interpuse un océano de por medio. Esos fueron los diez mejores años de mi vida.
2
Nunca escribí sobre mi madre. Nunca pensé que valiera la pena hablar de ella, ni tampoco lo he hecho con nadie. Incluso en las conversaciones más íntimas, cuando aparecía, era solo el destello de una palabra incrustada en la frase. La porción del mundo que ocupaba era tan insignificante que no requería audiencia. Toda la carga familiar recaía sobre mi padre, que se había situado en el centro del escenario y había escrito, por así decirlo, la versión única de la novela familiar. La de un hombre que tenía todo que ganar en la vida, lo que implicaba que todos debíamos de pagar, arder en el fuego junto a él. Dicho de otra manera, creí en él, nunca pensé que valiera la pena hablar de mi madre, porque no había nada que decir. Su vida se resumía en su llegada al mundo. Su existencia en el mundo, no era digna de mención.
Incluso hoy, apenas acierto a ubicarla muy vagamente en las casas en las que vivimos. Incluso hurgando entre las carpetas de los recuerdos visuales, mi memoria encuentra poco. No hay espacio apropiado para ella, no hay ningún rincón del apartamento, habitación, silla, ventana donde pueda enfocarla plenamente. Y, sin embargo, ella se sentó, abrió y cerró puertas, puso la ropa sucia en la lavadora, la colgó, se vistió y se desvistió. Lo sé porque sólo puede ser así, tiene que ser así. Pero no lo recuerdo.
Ni siquiera la cocina, un espacio que le había sido asignado socialmente, le pertenece realmente. Sé que era ella quién cocinaba, sé que era ella quién ponía la mesa, sé que era ella quién lavaba los platos, pero me resulta imposible visualizarla en esos gestos, ver su figura frente a la estufa, abrir la puerta del refrigerador. En cambio, para mí es muy fácil visualizar la ausencia de mi padre delante del fregadero, sé que no lavaba los platos, que no cocinaba. O si lo hizo, fue tan excepcional que se diluye en la memoria, ante la tendencia general. Lo cierto es que no veía a mi madre, que lo hacía todos los días, en lugar de él.
Sé que hacía algunas tareas a diario, pero nada se consolidaba en un hábito. Para que se forme un hábito, se necesita un cuerpo que lo exija, y mi madre no tenía cuerpo o, mejor dicho, no tenía uno independiente. Incluso como cuerpo, era una emanación de mi padre. Las tareas (comprar, cocinar, limpiar, recogernos de la escuela) eran los hilos que, obedeciendo a su voluntad, movían su figura por la casa, o en el espacio que la separaba del resto.
De su cuerpo solo conservo indicios verbales, y una pierna ligeramente más delgada entre la rodilla y el tobillo, resultado de la polio infantil. Esto le provocó una leve cojera, que no creo que realmente fuera evidente para los demás. Cada vez que veía su pantorrilla, sin duda, sentía una especie de dolorosa ternura. La llevaba con una especie de despreocupación, a medio camino entre la inocencia y la indiferencia. Nunca la oí hablar de ello, su cuerpo no era tema de discusión. Era invisible, era el baluarte de su invisibilidad. Aunque esencialmente imperceptible, la pierna de la polio —si se le puede llamar así— era la única que, violada esa invisibilidad, la condenaba a ser vista. Creo que eso fue lo que me dolió.
Otra manifestación del cuerpo de mi madre era el repugnante olor a perfume de mujer que había en casa los sábados por la tarde, que era lo que quedaba en el aire después de que ella saliera con mi padre. Debería decir que salieron a pasear, pero la expresión con la que recuerdo la acción es que mi padre “la llevó a pasear”. Así definía él ese tiempo que pasaban juntos fuera de casa, como si estuviera paseando a su perro.
En cuanto a otras manifestaciones corporales, hubo un periodo de cólicos nocturnos, gemidos, e incluso sollozos, que provenían del dormitorio de mis padres. No tengo ningún recuerdo de los dolores, que incluso de día, debieron atravesarle el costado. Por alguna razón, esos espasmos, expresión de un dolor muy agudo, no se convirtieron en tema de conversación al día siguiente, ni tampoco formaron parte jamás de las conversaciones familiares. No se quedaron grabados en la así llamada versión oficial. Se quedaron confinados en la zona de los sueños. Solo los alcanzaba a percibir si ocurrían en una curva más superficial del ciclo del sueño, si me cambiaba de lado de la almohada antes de volverme a dormir.
Todo terminó con una operación en el hospital, la extracción de los cálculos renales y una estancia de la que no queda rastro alguno en mí. Salvo una especie de paz —ahora que lo escribo, ocupa espacio, se extiende por la página— y una luz de silencio en la habitación del tercer o cuarto piso de ese edificio. Esta vez mi madre está, podría decirse, en el centro de la escena, atendida por médicos y enfermeras. La atienden como corresponde a su condición, como es habitual en la atención a los pacientes: le toman la temperatura, le limpian la herida, le llevan la comida a la cama, le recogen la bandeja de la comida, le hacen la ronda nocturna.
En esta imagen principalmente destaca un hecho: la evasión al poder que ejercía mi padre y la entrega —de su cuerpo, de su persona—, a una jurisdicción distinta, la del Estado. Ella es quien debe firmar documentación, firmar con su nombre el consentimiento informado sobre el riesgo que corre su vida. Nadie más, y mucho menos su esposo, puede declarar por ella, nadie más puede someterse al bisturí que la cortará para aliviarla.
Y luego abandonarse a esa reclusión, sin tener que preocuparse por la comida ni por la cena, ni por cambiar las sábanas. Era un confinamiento, pero también una fortaleza. Incluso estar sola, en esta escena, me parece relevante, en la que, en lo absoluto, aparece como secundaria o marginal. Con esta escena, en la que mi madre está tumbada, con la nuca apoyada en la almohada, con personal pagado por el Estado para que se sienta mejor, podemos empezar.
Si sucedió o no es irrelevante ahora, es el comienzo de la novela.
Traducción de María Teresa Meneses
AQ