Cultura

La gran rumba

La guarida del viento

A cien años de su nacimiento, Celia Cruz se mantiene como símbolo de la salsa, pues transformó la nostalgia del desarraigo en afirmación cultural.

Es una paradoja que las canciones más alegres y famosas de Celia Cruz (“La vida es un carnaval”, “Que le den candela”, “La negra tiene tumbao”) escondieran un lamento y una protesta. Esta mueca de tristeza detrás de sus risas contaba la historia de una inmigrante desterrada, que no pudo regresar para ver a su madre y que nunca olvidó su infancia. Su legado hoy es el de una artista que integró el son cubano, el guaguancó, el cha cha cha y otros ritmos en lo que sería después un emblema común: la salsa. En sus apariciones rutilantes, con frecuencia acompañada del gran Tito Puente, su sonrisa inmensa, su pelo de colores, sus trajes rutilantes eran un modo de celebrar el coraje de la felicidad. Esta semana Celia cumplió sus primeros cien años y esa felicidad sigue resonando.

Educada por su padre para ser una maestra de escuela, la niña Celia Caridad Cruz y Alfonso cantó por primera vez arrullando a sus hermanos. Mientras tanto, caminaba por las calles de su barrio en La Habana, aguaitando en algunas ventanas a los grupos musicales. Pronto estaría cantando con algunos de ellos y eventualmente, en 1950, formaría parte de La Sonora Matancera. Fue allí donde conoció a Pedro Knight, su marido. Cuando su admirador Fidel Castro se apodera del país en 1959, empieza a ordenar al grupo dónde y cuándo deben tocar. En 1960, en un viaje a México para una presentación, el director del grupo les anuncia que no regresarán. Celia se quedará a vivir en Estados Unidos. Nunca volvería a ver a su madre. Mientras tanto, el gobierno cubano censura su música y la declara “enemiga de la revolución”. En 1990, por fin hizo una visita a Guantánamo. Antes de irse, recogió un puñado de tierra cubana y se lo llevó con ella.

Como toda gran artista, era el resultado de un mestizaje. Reivindicaba sus raíces africanas, con algunas palabras yorubas y melodías nativas. En medio de las lacras del racismo en los comienzos de su vida en Estados Unidos, la insolencia de su música y su aspecto eran un mensaje. Lo era también la palabra con la que empezaba y terminaba sus conciertos, “Azúcar”. Con el tiempo, la palabra fue cobrando un sentido. Según contó, quería recordar que quienes la escuchaban no hubieran podido tomar su café ni sus postres, sin aquello que se producía en su tierra. Algunas veces afirmaba que de tanto gritar esa palabra, su marido y manager Pedro Knight se había vuelto diabético.

Por otro lado, sus deseos por tener hijos se vieron frustrados por abortos espontáneos. Por fin aceptó que no sería posible con una frase: “Dios no quiso”.

Y entonces, sin su tierra, sin hijos, quedaba la música. Quedaba la afirmación de Cuba y de su raza frente al universo. Y fue tanta su insistencia, a lo largo de 37 discos grabados, y hubo tanto desparpajo y tanta armonía en sus conciertos, que su legado se consolidó. Es el camino de la celebración frente a las pérdidas, la rabia que siempre acompaña a la felicidad verdadera.

​MCB

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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