Sus clases de historia del Teatro Mexicano, que en ese momento trataba el siglo XVI, me deslumbraron de inmediato. Así descubrí un mundo apasionante que el profesor apasionado contrastaba con los libros de María Sten y José Rojas Garcidueñas, así como las crónicas de Bernal Díaz del Castillo y, por supuesto, los textos dramáticos en náhuatl, castellano y -algunos- latín rescatados por Fernando Horcasitas y Miguel León Portilla.
Imaginar aquella primera representación teatral en términos occidentales de 1531 en Santiago Tlatelulco del Auto del Juicio Final de Fray Andrés de Olmos a través de la voz de los cronistas era un viaje alucinado; tratando de reconstruir en la mente cómo la mecánica teatral, de herencia medieval, aterraba a los nativos del valle de México presentando la cueva del infierno de la que salían lenguas de fuego. Descubrir de la mano del maestro Partida el teatro de evangelización franciscano, dominico, carmelita, como herramienta ideologizante y los mecanismos del sincretismo para burlar a los frailes, parecía una fascinante revelación. Dios Padre era entonces Tloque Nahuaque, el Dios del Cerca y del Junto que está en todas partes. El Sagrado Corazón de Jesús era de jade. Y así, un largo etcétera de traspolaciones, apropiaciones y resistencias de las culturas nahuas ante la imposición de la nueva cosmogonía.
A partir de las clases de Armando Partida tomé en mano propia hacer investigación y meterme en archivos y bibliotecas para descubrir nuevas joyitas del teatro novohispano y del siglo XIX que habían escapado hasta entonces de los ojos de investigadores anteriores o bien seguía las pistas dejadas por Olavarría y Ferrari, Magaña Esquivel, De Maria y Campos, Reyes de la Maza y tantos otros.