Nada desestabiliza más un operativo oficial que una pregunta sin respuesta dicha por una madre. El domingo y el lunes, dos familias cruzaron la puerta de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Jalisco con la misma frase atorada en la garganta: dónde está y por qué se llevaron a mi hijo. Hasta el cierre de esta edición hay dos quejas registradas en contra de la Secretaría de Seguridad de Jalisco: la 3004/II/2025 y la 3005/II/2025. Los motivos: detención ilegal y lesiones, supuestamente ocurridas el sábado durante la llamada marcha de la Generación Z.
En paralelo, los colectivos sociales comenzaron a organizarse. Bajo el nombre Colectivos Unidos de Guadalajara, anunciaron una concentración pacífica para hoy 20 de noviembre, a las nueve de la mañana, frente al penal de Puente Grande. Sin gritos, sin consignas y sin voceros, dicen, solo presencia. La manifestación es para expresar su inconformidad ante lo que llaman detenciones ilegales y brutales.
La CEDHJ afirma que, desde antes de la marcha, pidió a las autoridades garantizar la libre manifestación, la integridad y la seguridad jurídica de los participantes. Dice haber monitoreado medios, redes y mensajes institucionales durante el recorrido. Asegura que, cuando comenzaron las detenciones, personal del organismo acudió a Palacio de Gobierno, pidió servicios médicos, levantó datos y acompañó traslados a la Cruz Verde y al Ministerio Público. Además, informó que ya solicitó a las autoridades los videos de las cámaras del Centro Histórico para integrarlos al acta de investigación y contrastar lo ocurrido. Sobre el papel, un acompañamiento impecable.
El discurso oficial: “alta peligrosidad”
Entre las cuarenta personas detenidas por los destrozos ocurridos el sábado en Palacio de Gobierno y el Congreso de Jalisco, 17 fueron identificadas como individuos de alta peligrosidad.
Ayer miércoles, el gobernador Pablo Lemus dijo que la mayoría habría llegado desde otras entidades del país: “Ya tenemos identificado un camión que provenía de otro estado de la República donde venían estos manifestantes. De los 40 detenidos hay 17 ya identificados de alta peligrosidad que vienen del Estado de México y de Michoacán, principalmente, y que fueron los que ocasionaron los daños en Palacio de Gobierno”.
El mandatario reiteró que se aplicará todo el peso de la ley y pidió distinguir entre este presunto grupo de choque y las manifestaciones del sábado, que consideró legítimas y encabezadas por ciudadanos que ejercían su derecho a la protesta.
Pero desde el sábado circularon imágenes con jóvenes sometidos sin explicación, padres sin noticias, reportes de incomunicación y golpes, videos grabados por la ciudadanía donde la policía embestía.
La CEDHJ, ante esa avalancha pública, abrió también una línea de investigación por posible agresión a periodistas y solicitó activar protocolos de protección. Todo mientras los testimonios multiplicaban dudas sobre cómo y por qué fueron elegidas las personas detenidas.
Expertos advierten detenciones sin flagrancia ni protocolos
Esta distancia entre la narrativa institucional y lo que vivieron los detenidos es donde las voces expertas comienzan a dar forma al rompecabezas. Para Arturo Villarreal Palos, académico del Departamento de Derecho Público del CUCSH, la Constitución es clara: solo se puede detener a alguien en flagrancia. Si no hay flagrancia, la detención es arbitraria.
Y lo ocurrido el sábado, dice, parece más una captura indiscriminada que un ejercicio jurídico. Acusaciones desproporcionadas, como tentativa de homicidio, o arrestos sin evidencia sólida lo confirman.
Desde otro ángulo, César Pérez Verónica, experto en derechos humanos y quien fuera director del Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo durante casi 15 años, explica que lo del sábado no es un hecho aislado.
En Jalisco no hay protocolos eficientes para intervenir en manifestaciones y los policías suelen actuar sin capacitación en derechos humanos. El resultado es conocido: se detiene a quienes no cometieron delitos mientras los verdaderos responsables escapan. Lo que pasó, afirma, forma parte de una larga cadena de fallas.
Mientras la CEDHJ integra su acta de investigación, las familias esperan respuestas.
Patricia y Pablo: una tarde cualquiera convertida en pesadilla
Patricia me pide que no use su nombre real. Tampoco el de su amigo. Él sigue en la cárcel y no quiere que una frase escrita termine perjudicándolo. La forma en que lo dice, casi en un susurro, revela que la historia todavía la asusta.
La tarde del 15 de noviembre comenzó como cualquier sábado. Patricia y Pablo se encontraron en la estación Oblatos, tomaron el tren rumbo a Juárez, bajaron y subieron como dos jóvenes que solo buscan pasar el día. Comieron en Tortas Chago, caminaron otra vez hasta el tren, volvieron al centro. Compraron un kosako y unas gomitas en el 7-Eleven junto a la Prepa 1.
Se sentaron en la explanada a descansar, sin prisa, sin destino. Entraron al Waldo's, salieron sin comprar nada y caminaron hacia Catedral porque les gusta ver el espectáculo de luces. Esa costumbre inocente fue la última frontera antes del caos.
Al llegar vieron desorden. Policías corriendo, gritos que crecían en oleadas. No le dieron importancia hasta que los golpes comenzaron a caer sobre cualquiera. Patricia recuerda niños, ancianos, personas con discapacidad intentando alejarse sin lograrlo. Y entonces ella y Pablo gritaron, como si la indignación pudiera equilibrar algo.
Una mujer de mediana edad grababa e insultaba a los manifestantes. Cuando alguien le aventó una cobija, la mujer asumió que había sido Patricia y la jaló del cabello. La escena se volvió una maraña de manos y empujones que nadie alcanzaba a distinguir.
Cerca del kiosco, Pablo lanzó una piedra. Después otra. Los cristales del elevador ya estaban rotos desde antes, pero aun así la acción pareció cruzar un umbral invisible. Avanzaron entre más gente y el kosako terminó rociado al aire, un gesto torpe para ganar segundos.
Después vinieron ruidos que parecían disparos. Los dos corrieron al Burger King de Plaza Universidad. Salieron cuando todo pareció calmarse y terminaron refugiados en el Coppel junto con familias enteras. La ciudad vibraba con una electricidad oscura.
Decidieron huir en el tren. Entraron a Plaza Universidad, cambiaron de andén para tomar la dirección correcta hacia Tetlán. Entonces escucharon un grito que rompió la ilusión de escape. “Corran, corran”, decía alguien. Patricia vio cómo policías sometían a Pablo en cuestión de segundos.
Intentó llegar al tren, pero la derribaron. Desde el suelo vio puños y rodillazos sobre él hasta escucharlo suplicar que no lo golpearan más porque le iban a romper las costillas.
Los llevaron a Palacio de Gobierno. A ella y a los demás. Dentro, los policías estatales siguieron golpeándolo y amenazándolo. Patricia cuenta que les decían que los iban a matar, como si fuera parte del procedimiento. Después los separaron.
Ella fue enviada a la Cruz Verde Delgadillo Araujo. Él no. Ella llegó a las nueve treinta de la noche, él casi a la una de la mañana. Cuando lo vio por unos segundos estaba desorientado, sucio, con la mirada perdida. Le pidió un número de teléfono para avisar a su familia. Ella salió libre. Él no.
Mientras Patricia me lo cuenta, parece caminar otra vez por cada calle, cada estación, cada pasillo subterráneo.
Incertidumbre jurídica y fallas estructurales en las detenciones
Las detenciones ocurridas durante la manifestación del sábado pasado en Guadalajara dejaron un saldo de incertidumbre jurídica, testimonios contradictorios y una serie de dudas que difícilmente podrán responderse sin una revisión profunda de cómo actúan las instituciones de seguridad en Jalisco.
En el análisis de Arturo Villarreal Palos y César Pérez Verónica se dibuja una escena compleja donde lo ocurrido no es un hecho aislado, sino un reflejo de fallas de larga data.
Villarreal parte de lo esencial: la Constitución solo permite detener a alguien en flagrancia. Para él, esa es la piedra angular. “La manera en que la autoridad puede detener a una persona de acuerdo a la Constitución es cuando está cometiendo un delito. Si no lo hace cuando está cometiendo un delito, se convierte en una detención arbitraria”.
En los hechos del sábado, ese criterio parece haberse diluido. “Es una detención prácticamente al que se deja agarrar”, dice, refiriéndose a casos como el del joven que caminaba con su esposa y terminó en Puente Grande.
Desde otra perspectiva, Pérez señala que en Jalisco, durante años, la policía ha actuado sin lineamientos claros para intervenir en protestas. “No tienen protocolos de control ni de actuación para ningún tipo de manifestación. Los policías, cuando reciben la orden de actuar, lo hacen sin tomar en cuenta ningún tipo de manual o reglamento”.
Esa falta de estructura abre la puerta a detenciones indiscriminadas.
Ambos coinciden en que la autoridad llegó tarde y actuó sin preparación visible. Villarreal recuerda que, durante los momentos más intensos, “al parecer no había nadie”. Pérez reconoce en esa ausencia un patrón reiterado: la intervención suele llegar después de los daños, como una reacción improvisada que carece de proporcionalidad.
La falta de evidencia objetiva es otro punto crítico. Villarreal explica que el dicho de un policía no debe bastar para sostener una acusación y que la autoridad debería apoyarse en videos, fotografías y otros elementos verificables. Pérez complementa: el Centro Histórico está equipado con cámaras suficientes como para reconstruir lo ocurrido, pero esas herramientas rara vez se usan para proteger a la ciudadanía.
Uno de los temas más delicados es la imputación de delitos graves. Villarreal revisó la acusación de tentativa de homicidio contra varios jóvenes detenidos. “Me parece un abuso. Están acusándolos de algo grave para tenerlos en la cárcel una temporada, quizá unos ocho meses, con lo cual ya le destrozaron la vida a alguien”. Para él, una amenaza verbal no puede convertirse en tentativa de homicidio sin pruebas de intención y sin actos dirigidos a concretar el daño.
En las horas posteriores a una detención, la información a familiares y abogados es fundamental. La falta de noticias puede constituir incomunicación y llegar a encuadrarse en estándares de desaparición si la autoridad niega tener bajo custodia a la persona. Por eso, insiste Pérez, las detenciones deben registrarse de inmediato en el Registro Nacional de Personas Detenidas. Villarreal coincide: cualquier demora vulnera el debido proceso.
En la reconstrucción de los hechos, los testimonios, los videos ciudadanos y las cámaras públicas deberían ser herramientas centrales.
Pérez menciona que, incluso, en algunos casos se documentan prácticas en las que los policías rompen sus propios uniformes para justificar agresiones. Villarreal insiste en que la cadena de custodia y los registros de traslado son indispensables para saber si una detención fue legal. Sin información completa, la versión institucional pierde credibilidad.
Las prácticas documentadas por Pérez permiten ver de forma más amplia lo que Villarreal identifica en términos jurídicos.
Casos como el 28 de mayo, la represión a damnificados del 22 de abril o las detenciones durante las protestas de Giovanni López comparten patrones: personas detenidas lejos de los hechos, jóvenes sin participación directa, uso excesivo de la fuerza, abusos físicos e incluso agresiones sexuales denunciadas por mujeres manifestantes.
Para Pérez, estos no son episodios aislados, sino una forma de actuar que se repite porque no existen consecuencias.
Pérez también menciona la ausencia de la Comisión Estatal de Derechos Humanos en momentos clave. “De manera oficiosa lo tendría que estar haciendo la Comisión Estatal”, insiste. Acompañar a las familias, certificar el estado físico de los detenidos, recopilar evidencia audiovisual, hacer llamados públicos. En los hechos, dice, la ausencia ha sido la norma.
Para las familias, las rutas urgentes son claras: solicitar amparos, presentar quejas por violación de derechos humanos y pedir medidas cautelares que aseguren la comunicación, la revisión médica y la asistencia jurídica de las personas detenidas.
Pero incluso cuando las detenciones se declaran ilegales o las personas son liberadas por falta de pruebas, la reparación del daño rara vez se recurre. “Son tan traumáticas esas experiencias que no”, explica Pérez sobre víctimas que prefieren no iniciar procesos legales. Villarreal menciona que existen vías civiles y mecanismos de responsabilidad patrimonial del Estado, pero suelen quedar sin usar.
El panorama deja ver un problema que no se limita a un operativo fallido ni a un fin de semana específico. Lo ocurrido el sábado es la expresión más reciente de un sistema donde las detenciones sin sustento, la falta de protocolos claros y la impunidad de largo aliento se entrelazan hasta volverse rutina.
Para Villarreal, las fallas jurídicas fueron evidentes desde el origen. Para Pérez, lo ocurrido cabe en una línea histórica donde la represión, la improvisación y la falta de rendición de cuentas son constantes.
Al final, ambos miran hacia un mismo punto: la necesidad de que las instituciones actúen no solo conforme a la ley, sino con la transparencia, la preparación y la supervisión que permitan distinguir entre quienes causaron daños y quienes solo estaban presentes.
Lo que está en juego, más que un episodio aislado, es la confianza en un Estado que, cuando no sostiene sus propias reglas, deja desprotegidas a las personas que debería cuidar.
MC