Manuel Alejandro del Rosario nació en la tierra donde el agave respira: Santa Teresa, una pequeña joya incrustada en Tequila, Jalisco, la cuna mundial de la bebida que lleva su nombre. Durante seis intensos años, Manuel se ha forjado en un oficio que es más que un trabajo: es un arte donde la fuerza bruta se funde con la destreza ancestral. La jima.
El jimador no es un simple obrero, sino el eslabón vital de una cadena inmensa. De sus manos depende que el agave se convierta en tequila, la bebida majestuosa que da identidad a esta región. La llama que lo llevó a abrazar esta labor fue tan noble como personal: el deseo de construir un futuro propio y formar una familia. Como la mayoría de los habitantes de Tequila, el agave es el telón de fondo de su vida desde la infancia y hoy es también su horizonte.
“La verdad es un trabajo un poco agotador. No cualquier persona lo aguanta. Se ve fácil, pero tiene su grado de dificultad y exige mucha fuerza. ‘Pelar una bola’ es sencillo, pero a veces nos toca llenar dos o tres carros al día, y cuando el agave viene rajado, se complica más”.
Manuel reconoce que, además de ser una tradición familiar y comunitaria, la jima le ofrece la posibilidad de alcanzar sus metas.
“Empecé en esto porque me iba a casar con mi señora y ocupaba dinero para la boda. Aquí sale un poquito más que en otros oficios. Y todos mis compañeros, uno que otro tío, primo, se dedican a este jale. Me invitaron desde morrito, siempre nos ha gustado todo esto del tequila y del agave. Es muy bonita nuestra cultura”, cuenta con orgullo.
Un trabajo que se vuelve danza artística
La jima es una labor titánica en la que la pericia se vuelve una coreografía. En seis años, Manuel perfeccionó su técnica junto a su mejor aliada: la coa. Esta herramienta es fundamental para esculpir la piña, la materia prima de la bebida que, junto a la charrería y el mariachi, es un símbolo sagrado de la identidad mexicana.
“El primer paso es tener la bola de mezcal, tumbarla y acomodarla. Yo soy zurdo, pero hay compañeros derechos. Luego la vas pelando hasta darle forma”. La escena es casi artística, pero no está exenta de peligros. “La coa es muy filosa. Tengo compañeros que se han mochado los pies o que se han dado llegues. Para eso usamos las polainas”.
Manuel se enorgullece de sus raíces. Tequila, a solo 60 kilómetros de Guadalajara, no es únicamente la cuna del destilado. Desde 2003 es un Pueblo Mágico cuya riqueza cultural trasciende fronteras. Cerca del 80 por ciento de su población vive al ritmo de la industria tequilera. Su valor radica también en el icónico paisaje agavero, nombrado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2006, un territorio que resguarda siglos de historia.
El complejo turístico Azul Agave, antes Las Jícamas, es donde inicia la magia. Con 4 hectáreas y 6 mil 500 plantas, el cambio del cultivo de jícama al de agave respondió a la creciente demanda, pero también al profundo amor que Pedro Núñez siente por sus tierras.
“Nos llena de orgullo saber que vivimos en un pueblo pequeño, pintoresco, pero muy cultural y lleno de tradiciones”, dice.
Con su experiencia, Pedro explica la antesala del tequila: “El agave ideal para la jima es el que tiene seis años. A los cuatro aún no alcanza su madurez, aunque ya tiene el azúcar necesario”. La planta se multiplica por hijuelos: “Cada agave da hijitos; se cortan para que no le roben nutrientes a la mamá y pueda seguir creciendo”.
Un jimador experimentado puede cosechar entre 300 y 400 piñas al día. Las piñas, de entre 15 y 20 kilos, se parten y se trasladan a la fábrica, donde el destino final termina de tomar forma.
Tequila, corazón del emporio tequilero
El municipio alberga más de 30 fábricas, algunas con más de dos siglos de historia, ubicadas cerca del río Atisco, su fuente vital de agua. En ellas, la piña se transforma en tequila.
La Rienda, fundada hace 25 años por Don Luis Rubio Jiménez, es una de las más jóvenes, pero su legado familiar honra la tradición. “Mi tío fue el fundador. Empezó muy joven como destilador con la familia Orendain, y ahí aprendió directamente del señor Jaime Orendain”, relata Luis Rubio, gerente general.
El impacto económico es enorme: la destilería sostiene a unas 400 familias. “Hoy por hoy nos sentamos en la mesa de los grandes, con marcas de renombre, y eso nos da mucho orgullo”. Con capacidad para procesar 1.2 millones de litros al mes, La Rienda preserva no solo una técnica centenaria, sino la esencia misma de Tequila.
Luis detalla el proceso. El cocimiento se realiza en hornos tradicionales durante 16 horas: “El cocimiento lento da un perfil más rico, más dulce, como de azúcar quemadita”. Luego viene la molienda, donde un tren de cinco molinos exprime hasta la última gota de jugo.
En la fermentación, el jugo y las levaduras reposan por al menos 24 horas en tinas de 40 mil litros. “Se sabe que ya va a terminar cuando baja el burbujeo”. La destilación combina acero inoxidable y cobre, un guiño al método clásico. El primer producto es el “ordinario”, que pasa a la rectificación hasta obtener el tequila. Finalmente, el destilado descansa en barricas de roble, donde alcanza un carácter único.
En su tierra natal, el tequila también se come. Algunos restaurantes incorporan el agave y el destilado a sus platillos, creando experiencias profundamente locales. El alambre agavero sustituye la brocheta metálica por pencas de agave, impregnando una fragancia inigualable. El filete tequileño se marina en tequila.
“Tienen este sello de crear una propuesta auténtica. Que el tequila no solo lo tomes, sino que también lo disfrutes en un buen plato”, explica Francisco Cerrillos, con más de 30 años fusionando cocina y agave.
Lugareños de Tequila guardianes de la tradición
Araceli, “Chely”, guía turística desde hace tres décadas, es testigo de la transformación de Tequila. “Me tocó ver cuando lo nombraron Pueblo Mágico, el reconocimiento del paisaje agavero como patrimonio de la humanidad, el boom de ‘Destilando Amor’, la tristeza de la pandemia, la crisis del agave y la recuperación económica”.
Gracias a su voz, los relatos y lugares emblemáticos se preservan, como los lavaderos: los más largos de México, con 83 espacios de piedra laja donde las mujeres lavaban en el siglo XX. Fueron construidos para desviar el río Atisco y evitar que el jabón afectara las tequileras.
La leyenda más emotiva es la de Doña Félix, la anciana lavandera cuyo espíritu, se dice, aún habita el lugar. Cada 2 de noviembre, el único escalón que usaba se llena de flores y velas en un altar que honra su memoria.
El visitante que llega a Tequila descubre pronto que el agave no solo es paisaje ni materia prima: es un ritmo cotidiano que marca los tiempos del pueblo. Al amanecer, cuando la niebla todavía abraza los campos, los jimadores ya están en faena.
La vitalidad de Tequila se sostiene también en sus expresiones culturales contemporáneas. Artesanos locales encuentran en el agave un material estético que trasciende la fábrica: tallan sus pencas secas, recuperan las fibras, transforman los desechos en arte utilitario o esculturas que viajan a galerías de Guadalajara y Ciudad de México. En cada pieza hay una reinterpretación de lo ancestral, un puente entre modernidad y tradición. El turismo, lejos de diluir estas prácticas, ha permitido que un número creciente de creadores recupere técnicas olvidadas y las presente al mundo con una elegancia renovada.
Incluso quienes no trabajan el agave de forma directa sienten en su día a día un compromiso profundo con el paisaje que los rodea. Las cooperativas de transporte ajustan sus rutas a los tiempos de cosecha; las cocineras tradicionales adaptan sus menús a la temporada; los hoteles boutique incorporan en su arquitectura la estética de la piedra volcánica y la madera antigua. Tequila es un ecosistema vivo en el que cada oficio sostiene al otro. Y en ese engranaje social y económico, las historias de Manuel, Pedro, Luis y Chely se entretejen para contar algo más grande: la persistencia de un pueblo que ha aprendido a convertir su herencia en futuro.
OV