DOMINGA.– En enero de 2014 vivíamos 11 mil 765 hombres encerrados en los dormitorios del Reclusorio Preventivo Varonil Norte. Una cifra que aniquilaba la capacidad oficial del penal. Éramos más de lo que el lugar podía contener, más de lo que el aire podía respirar, más de lo que las paredes podían escuchar sin agrietarse.
Por aquellos días, por casualidad —aunque en la cárcel casi nada lo es— un compañero que laboraba en la caseta central de custodios me ofreció una hoja cuando le pedí cualquier pedazo de papel para apuntar la ubicación de un alumno, a quien yo en mi labor de profesor de secundaria tenía que encontrar para entregarle una calificación y motivarlo a seguir con sus estudios.
Al principio no le di importancia. Caminaba por el pasillo de un dormitorio, papel en mano, cuando me percaté del encabezado: Reporte General de Población del Área de Dormitorios, 18:00 horas, miércoles 8 de enero. Eran los números de nuestra sobrevivencia. Era el censo del encierro. Dormitorio por dormitorio, zona por zona, celda por celda.

Cuando revisaba el documento recordé que siempre en las cifras de población mundial me impresionaba que China e India superaran los mil millones de habitantes. Y aquí, en todo el penal, cuatro dormitorios de los 11 que hay rebasaban los mil internos. El número 8 era el que tenía más con mil 324, mientras que el dormitorio 2 —que sabíamos que era habitado por Los Payos, que era una forma de llamar a Los Padrinos, que era otra forma de mencionar a la gente que tenía el dinero suficiente para pagar una renta y vivir con holgura— tenía solo 175. La desigualdad era abismal, tangible, escandalosa, tenebrosa en el papel.
En la descripción matemática de la capacidad de esta cárcel, un edificio de un piso, llámese dormitorio o anexo, constaba de cuatro zonas: dos en la parte inferior (planta baja) y dos más en la parte superior (primer piso). Cada zona contenía 12 celdas, lo que en total sumaba 48 celdas o estancias, como les llaman aquí para disfrazar el origen real del término.

Es decir, repartidos los internos del dormitorio más poblado, que era el 8, con mil 324 personas divididas en 48 estancias, y suponiendo que la repartición fuera equitativa, en cada celda habitaban en promedio 27.58333333 reos. Y si anotamos que cada celda mide aproximadamente tres metros de ancho por casi cuatro de largo, nos daría 12 metros cuadrados. Entonces podemos decir que cada compañero —si los colocáramos parados codo con codo— tenía para vivir 0.41982508 metros cuadrados: poquito menos de medio metro.
Pero el promedio es un espejismo que niega los extremos. El pensamiento analítico sobre los espacios dignos me dijo, según el reporte, que en la zona 3 del dormitorio número 2, la menos poblada de toda esta cárcel, vivían tan solo 31 compañeros repartidos en 12 celdas, lo que significaba que en cada celda vivían apenas 2.5833333 compañeros, mientras que en la zona 2 del dormitorio 8 que en ese entonces era la más poblada de todo el penal con 305 compañeros, vivían 25.416666 presos por celda.
Para dar una idea más clara haga de cuenta, estimado lector, que a su recámara llegaran a vivir 25 personas con todo lo que representa la existencia humana. Con todo lo que implica existir: respirar, moverse, comer, dormir, defecar, pensar. Sofocante, intolerante, irrespirable. Un aire que se corta. Un espacio donde los cuerpos se vuelven obstáculos y la intimidad es un recuerdo lejano porque desapareció abruptamente.
El privilegio de la intimidad en el baño

Yo vivía en el anexo 8, zona 4 celda 2. Era mi dirección, aunque a un compañero le disgustaba que me refiriera así a aquel rincón. “Tú no vives aquí”, me decía. “Claro que sí”, le respondía. “¿Y si no aquí, entonces dónde?”. Allí pasé mis primeros días, entre las multitudes.
En el inicio de mi cárcel viví allí, en el anexo 8, que también en ese entonces estaba bastante poblado y recuerdo (no importa cuántas veces escriba recuerdo porque es un recuerdo) que esperar el pase de lista antes de poder salir de la celda era bastante abrumador, sobre todo porque empezaban por la celda 12 y descendían hasta la 1.
A través del pasillo, como un eco se escuchaba la voz del custodio en turno que enumeraba nombres: Chávez Martínez, Pérez Pérez, Salcido Magaña, González Pérez, Ramírez Cuellar, Resendiz Ortega, Ortiz Jiménez, Gutiérrez Sánchez, Campero Olvera, Ruiz Corona, Hermida García, Ochoa Pineda, Del Olmo Jiménez, Ricardez Martínez, Paciente Sánchez, Notan Paciente Bravo, Medio Desesperado Rincón, Desesperado Montes de Oca, Encabronado Ramírez, Emputadísimo Valdez, Medio Resignado Yescas, Completamente Resignado Zurita. Una clasificación emocional entre el humor, el enojo y la derrota.

El hacinamiento humillaba no sólo al cuerpo, sino también al espíritu. Violaba derechos, traspasaba la dignidad, arrastraba el alma, transgredía el honor. Pero, paradójicamente, en esa densidad insoportable también se forjan vínculos humanos que en otros contextos serían impensables. Cuando el espacio desaparece, aparece la risa compartida, el roce inevitable, la complicidad sin barreras.
Lo que más me costó —y no exagero— fue usar el inodoro. A veces debía hacerlo frente a 13 o 15 compañeros. No había escapatoria. La celda cerrada, las ganas urgentes, y ese rincón donde la privacidad era una ficción. Pensé muchas veces en cubrirme la cabeza con una toalla para no mirar ni ser mirado. Pero no sería buena idea porque aquí el no adaptarse rápidamente podría provocar bullying. Pasé semanas estreñido hasta que, sin remedio, la convivencia forzó la aceptación. Lo humano, en su estado más desnudo, se vuelve normal. Un pedo en medio del silencio podía provocar carcajadas si alguien gritaba: “¡Ese culo me conoce!”. Y todos reíamos.
La intimidad y convivencia tan cercana debido a la precariedad económica lograba que las personas aceptáramos y comprendiéramos lo humano sin límites.
En la cárcel, el espacio era —es— una mercancía. Un privilegio. Un lujo. Y como todo lujo, se paga por dormitorio, por celda, por tranquilidad, por silencio. Los costos van desde los dos mil hasta los 20 mil, según las condiciones. Se pagan sobornos a custodios y autoridades del penal para reubicarse, para evitar nuevos compañeros, para desalojar a los incómodos. Están más amontonados los que tienen menos y menos amontonados los que tienen más. Se paga por estar cómodo y lo que no se compra con dinero, se negocia con poder.
En el caso contrario, cuando no se aportan las cuotas institucionales, los propios internos deciden quién sí y quién no puede vivir durante el día en la celda. Incluso conocí celdas en las que durante el día solo vivían de una o dos personas y por la noche entraban a dormir 13 o 14.

Los que no pueden estar en su celda durante el día deben vagar desde el “candadazo”, cuando el custodio abre los cerrojos de las celdas entre las 6 y 7 de la mañana, hasta el anochecer, cuando el custodio debe cerrar. Por eso los nómadas se adueñan de espacios comunes: las canchas, los pasillos, las gradas del campo de fútbol y defienden a muerte los rincones de los patios de los dormitorios e incluso los baños. Ahí comen, descansan, duermen.
En el hacinamiento también florece la miseria humana. Subsiste la mezquindad y el egoísmo se convierte en mecanismo de defensa. El compañerismo tiene un límite. A veces se comparte, a veces se sobrevive. Hay quienes duermen colgados en hamacas, atados de pie a los barrotes, acurrucados junto al inodoro. En la cárcel, dormir también es un privilegio.
“El Brujo” y sus verdad silenciosa

Una mañana, poco después de recibir aquel reporte de población, encontré a un hombre gritando su verdad cerca del auditorio. Lo recuerdo con nitidez: su voz grave, firme, en medio del silencio cómplice del penal. Lo llamaban “El Brujo”. Era jarocho, alto, moreno, de piel curtida como cuero. Estaba harto, y lo decía sin temor, casi con furia. Muchos pensamos que estaba loco.
“¡Yo no me voy a callar!”, gritaba. “¡Digan lo que digan, me van a oír!”. Los demás le suplicaban silencio. “¡Cállate, güey, te van a madrear!”. Pero él seguía, como poseído por la necesidad de decir lo indecible.
“¡Allá, en las cárceles de Estados Unidos nadie te cobra por dormir! Nadie te cobra un solo centavo, no tienes que pagar dinero para vivir, te hacen valer ¡Allá te respetan!”, seguía y se movía como un animal enjaulado. Decía tener hambre, sueño. Decía que en la celda no lo dejaban dormir, que en el pasillo tampoco. Decía que hasta para ir al baño tenía que pagar tres pesos.
“¡Me duele el estómago de tanto aguantarme las ganas!”, gritaba. “¡Ya cállate!, ¿Cómo te llamas?”, le gritó otra vez alguien. "Por qué, no estoy diciendo ninguna grosería, estoy gritando cómo se vive aquí y están violando mis derechos. Yo estuve en otra cárcel en Estados Unidos y no se vive como aquí. Allá nadie me robó nada, nadie me pegó, nadie violó mis derechos. No estoy hablando con groserías, sólo estoy hablando del cobradero de dinero. Estoy hablando lo que es, no estoy hablando a lo puro pendejo".

“Aquí los custodios tienen a la mayoría de la gente sometida, por eso nadie dice nada, pero ellos saben todo. Saben que hay que pagar para poder estar en una estancia mejor. Saben que hay que pagar en las regaderas para que te dejen bañar, ¡hasta por cagar tienes que pagar!”, grita y parecía un soliloquio. “Estoy cansado y cada día que pasa me siento más cansado, a veces tengo hasta ganas de llorar”.
Mientras lo escuchaba y anotaba su denuncia en una pequeña libreta pensaba en la coincidencia del reporte de población y esta escena del “Brujo” cerca del auditorio. Lo que decía tenía mucho sentido y no hablaba solo por él, sino por muchos. Pensaba en que no escuchamos ni vemos lo que nos duele porque es más cómodo vivir ignorándolo.
Yo tomaba notas con la sensación de que estaba siendo testigo de una verdad incómoda, silenciada, que él se atrevía a gritar con toda su rabia. Volví a pensar en la hoja del reporte, en los números fríos, en las voces que no se escuchan. En los ojos que se cierran, incluyéndome, para no ver lo que duele.
ATJ