DOMINGA.– La historia más surrealista ocurrida entre los escombros del edificio Nuevo León, destruido en el terremoto de 1985, la protagonizó una señora de la tercera edad de la que los historiadores sólo recuerdan su nombre: Emilia.
La encontraron un par de metros debajo de la tierra y en vez de agradecer a quienes le salvaron la vida, su primera reacción fue la de una reina exigente con sus pajes: “O me traen una manzana, o no salgo de aquí abajo”.
Cuarenta años después, sentado en lo que fuera un muro, a cinco metros de donde se derrumbó el edificio de la Unidad Habitacional Tlatelolco, el rescatista Rafael López ha perdido la elasticidad de sus 20 años, cuando fichó con Los Topos, el grupo de mexicanos que a partir de entonces penetra en las entrañas de la tierra para sacar a víctimas de sismos.
En cambio, su memoria es tan prodigiosa como la de los que juegan ajedrez a ciegas. Su capacidad de narrar posee la frescura de un abuelo recopilador de historias.
“La anécdota de la señora Emilia la tengo grabada en mi mente”, dice Rafael al iniciar su recuento. “Supimos que estaba atrapada porque hizo ruidos, construimos un túnel y recorrimos un tramo largo para dar con ella. Yo me quedé en la entrada y escuché su pedido”... una manzana.
“Fui por la fruta y se sentó a comerla. Mis compañeros la incitaron a subir a tierra firme porque corría riesgos. Ella no los escuchó. Sólo después de dos mordiscos, dejó que la cubrieran con una sábana, la sacaran del hoyo y la revisaran. Nunca la volvimos a ver”, narra.

El 19 de septiembre de 1985, poco después de la salida del sol, las playas vírgenes de Michoacán dejaron de ser por unos minutos el paraíso donde reina la tortuga negra. Un sismo de 8.1 grados en la escala de Richter con epicentro en el océano Pacífico demoró un par de minutos para viajar desde el mar hasta la capital, donde causó destrozos.
A cuatro décadas del desastre las cifras de muertos son contradictorias. Las autoridades dijeron 3 mil 200. El cálculo de Los Topos, más creíble, señala 40 mil.
Uno de los lugares emblemáticos por el dolor ahí concentrado fue el edificio Nuevo León, una enorme construcción concebida para ser habitada por mexicanos de clase media. Dos de las tres secciones del inmueble, de 13 pisos y 200 departamentos, se vinieron abajo.

A unos 25 kilómetros de Tlatelolco, Rafael López preparaba a sus hermanos menores para llevarlos a la escuela cuando sintió como si estuviera sobre una tabla de surf en la cresta de una ola. La ropa tendida en el cuarto de servicio de su casa parecía volar como bandada de pájaros.
Pasó. Sintió calma y quiso seguir con su vida normal. No fue sino hasta más o menos las 11:00 de la mañana cuando decidió moverse al Peñón del Marqués –o Peñón Viejo, en Iztapalapa, al oriente de la capital– y quedó petrificado por la imagen dantesca.
Las nubes de polvo que cubrían parte de la ciudad parecían generadas por un incendio. Volutas a veces amarillas, otras color marrón, delataban una tragedia de talla extra grande. Horas después, doblado por el dolor más empático que pueden sentir los humanos –el que surge por el sufrimiento de otros–, tomó la decisión de ayudar en las labores de salvamento.
En el edificio Nuevo León vio el primer cadáver de su vida, luego el segundo, y otro más hasta completar decenas. Torpe, Rafael los apretaba contra su pecho hasta que le dieron lecciones de cómo amortajar los cuerpos. Luego lo ocuparon en las tareas de rescate, en las que reconoció el terror a quedar atrapado debajo de la tierra.
“Había mucho miedo. Cuando vimos que nadie quería entrar a los hoyos, lo hicimos nosotros. En algún periódico nos bautizaron como ‘topos’ y nos gustó el mote. Con una cinta adhesiva, en el casco nos pusimos así: topos. Yo era el número siete. Nos hicieron unas tarjetitas. La mía la conservo”, presume.

Ahí fue que se encontraron con la exigente Emilia, a quien le dieron su manzana, pero aparecieron otras escenas desgarradoras, unas pocas de esperanza y otras hasta cómicas, como la de un loro enojón, hambriento y con sed.
“Estaba trabajando en uno de los túneles con mi compañero José Luis Bravo y de repente escuchamos unas palabras inteligibles. Conforme nos fuimos acercando oímos, ‘¡son chingaderas!’, ‘¡son chingaderas!’. Dijimos: ‘esa persona está desvariando ahí abajo, tiene algún problema de coordinación’. Cuando llegamos al lugar vimos un loro dentro de una jaula aplastada. Lo pusimos junto a una perra llamada 262, porque tardó esa cantidad de horas en ser rescatada. También salvamos un gato. Salió hecho una furia y repartió mordidas”.
Un tren caído del cielo
En el segundo minuto del terremoto, la pared del departamento de Óscar Flores Lomelí y su mujer Rebeca cedió. Se partió como una galleta de sal. Los jóvenes pudieron ver cómo sus vecinos de la casa de al lado se metían debajo de la mesa y presintieron que había llegado el final.
Unas respiraciones después, el ruido fue como el de un tren que caía del cielo. El hombre abrazó a su chica, el último acto de amor de su primera vida.
Según las cuentas de Los Topos, del edificio Nuevo León rescataron 447 cuerpos, 13 de ellos con signos vitales, incluidos Óscar y Rebeca, que empezaron una segunda existencia en la Tierra después de una transición de más de cuatro días en un infierno, sin comida, sin agua y con la esperanza en números rojos.

La historia la cuenta Iván Salcido, tal vez el principal documentalista del terremoto, con varios libros publicados sobre sismos, entre ellos el de 1985, con prólogo de Jacobo Zabludovsky, uno de los cronistas que mejor retrató las primeras horas del desastre.
Salcido era un joven de 14 años. Conmovido por el dolor humano, reunió durante décadas testimonios de centenares de sobrevivientes, la mayoría de los cuales aumentaron el valor de su libro.
“La de Óscar y Rebeca fue de las experiencias más duras. De los tres bloques del edificio Nuevo León, ellos vivían en el primer piso del medio, en el departamento 116 entrada D. Cuando intentaron huir, el marco de la puerta estaba vencido. Tras la rasgadura de la pared y el ruido colosal del derrumbe, sintieron abrirse el piso. Entonces él se aferró a ella y juntos cayeron al vacío”, cuenta Salcido.
Fue el último abrazo completo que dio Flores. Antes de aterrizar, un muro se desgarró y sus varillas con garras mordieron el brazo del hombre, que acabó convertido en jirones. El estruendo, el corazón a unas 200 pulsaciones por minuto bloquearon todo, también el dolor que se manifestó sólo después de un rato.

Allá abajo, los cerebros de estas víctimas registraron quejidos, llantos y reclamos a Dios. El viernes 20, a las 19:37 horas, un segundo temblor descolocó las estructuras y aplastó a todos, menos a la pareja. Entonces, Óscar rectificó su blasfemia al Creador y hasta se hizo el chistoso en el momento más duro de su vida. Cantó “Todo se derrumbó dentro de mí”, frase de una canción de moda, pero a su mujer no le hizo gracia.
Después del segundo sismo –una réplica muy severa de 7.5 grados en la escala Richter–, el presidente Miguel de la Madrid dio marcha atrás a su posición de no aceptar ayuda internacional. El sábado 21, con sus perros, sus equipos y su amor, llegaron expertos suizos, franceses, alemanes, españoles, italianos, japoneses, ingleses, canadienses, estadounidenses y de otros países.
El presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, mandó un abrazo a México con su mujer Nancy como mensajera. La primera dama pisó zonas devastadas y compatriotas suyos bien entrenados ayudaron a salvar vidas. Dos de ellos, Harry Duvrosky y Jesse Craft, se aparecieron con una cámara atada a un tubo elástico. En el otro extremo, el aparato tenía un monitor que permitía ver lo sucedido en las entrañas de la tierra.
La televisión siguió las imágenes y poco antes de terminar la noche del domingo transmitió en vivo los movimientos de la cámara. En ese momento, millones de mexicanos rotos por el dolor, quedaron sin capacidad de respuesta ante la primera muestra de belleza en cuatro días, un ojo que se cerraba y abría. Un equipo de 20 suizos entró en acción con su perro Roco y después de trabajar toda la madrugada, en la mañana del lunes sacó vivo a Flores Lomelí.
Le habían vendado los ojos y estaba tan distraído que cuando un reportero le preguntó cómo se sentía, respondió: “bien, sólo con sed”. Y olvidó contar sobre su brazo izquierdo en hilachas, amputado horas después. Rebeca salió unas tres horas más tarde, sin golpes, aunque con traumas sicológicos.

Entre las miles de anécdotas del terremoto guardadas en su cerebro en los últimos 40 años, el escritor Salcido archiva en primera fila la de Óscar y Rebeca. Cuenta, cuenta, cuenta, y si lo dejan sigue contando porque es memorioso.
Asegura que sentado en su cama de hospital, ya sin su brazo izquierdo, el sobreviviente vio entrar a su mujer. Ella se fijó en el espacio vacío donde una vez hubo un brazo cálido; él le pidió acostumbrarse a verlo así porque era el precio de seguir vivo.
“Todo el mundo pensaba en un final feliz, pero al poco tiempo se separaron. Hasta donde sé, sólo volvieron a verse cuando yo los junté en el trigésimo aniversario del terremoto”, revela Iván Salcido.

Plácido, el casi anónimo
Es uno de los más grandes tenores de la historia, reconocido por su versatilidad como productor musical, director de orquesta, compositor, pero en las labores de salvamento en Tlatelolco, Plácido Domingo se comportó como un anónimo sin hijo, sin árbol ni libro. Un hombre de a pie, casi sin rostro, que husmeó en el suelo agrietado en busca de sus familiares y cuando los encontró muertos, permaneció dos semanas más embarrado de lodo en el lugar del estropicio.
Después presumió: “no pudimos ayudar a los nuestros, sí a otros”. Y entonces pudo dormir mejor.
La imagen de Plácido sin afeitar, con una camisa de mangas cortas sudada, sin el caché de cuando usa traje cortado por sastre en el escenario, fue de las más conmovedoras en los días siguientes a la mayor tragedia sufrida por la Ciudad de México. El viernes 20 de septiembre abandonó la ciudad de Chicago, donde iba a interpretar el Otelo de Giuseppe Verdi, inspirado en el personaje de William Shakespeare.
Viajó de emergencia a México para buscar a sus tíos Ángel, hermano de su madre, y Pepita Embil, apresados bajo los escombros junto a Agustín, el hijo de la pareja, y el niño de este.
Plácido fue un triste negado a hablar de sí mismo. La esperanza de encontrar vivos a sus allegados duró hasta que uno de los topos halló entre los escombros un disco del autor dedicado por él a su familia. “Deben estar cerca”, aseguró el rescatista, una verdad dolorosa porque al encontrarlos estaban muertos.

Lloró Plácido, a chorros, luego quedito. Al rato secó las lágrimas, regresó al polvo y cuando le alertaron “eso puede dañar sus cuerdas vocales”, respondió “es un asunto secundario”. Sus manos de uñas bien cortadas sufrieron rasgaduras al chocar contra las piedras y su formidable voz sustituyó el canto de joyas como Granada por frases de aliento y llamados a la no distracción. Había vidas en juego.
Días más tarde usó su fama para provocar milagros. Movió sus contactos, atrajo suministros, piezas de repuesto y alimentos destinados a las labores de salvamento. “Hay gente viva en esos escombros, necesitamos 250 voluntarios para trabajar de madrugada y una grúa de más de 100 toneladas”, alertó al conocer la milagrosa historia de Óscar y Rebeca.
Al volver a su trabajo de artista, donó dinero y organizó conciertos para recaudar fondos y aliviar la pena de los sobrevivientes. El tenor insistió en ser anónimo y causó el efecto contrario, al convertirse en uno de los símbolos más contundentes de solidaridad en los días duros. Agradecidos como son, los mexicanos reconocieron su estoicismo con un busto situado a unos metros de donde se detuvieron decenas de corazones lastimados.
Treinta años después, canoso, con algunas arrugas y una que otra mancha de vejez, Plácido se apareció en la Plaza de las Tres Culturas para convertirse en el alma de un concierto en homenaje a las víctimas del sismo. Durante unos 40 minutos dirigió la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México. Le pidieron cantar, pero su voz estaba cansada y le cedió el protagonismo a la escritora Elena Poniatowska, quien de niña estudió música y, quitada de la pena, acompañó a la multitud con el legendario Cielito lindo.

Cubierta con una elegante gabardina blanca, la novelista apretó contra su pecho un ramo de flores amarillas y convidó a Plácido a sumarse al coro. El hombre acompañó a la cronista en la parte final de la pieza, la que reza: “porque cantando se alegran los corazones”. Bajo la lluvia, esa tarde no mostró sus registros de barítono y tenor. Conmovió con algo mejor, una frescura similar a la de los mexicanos sin nombre cuando cantan debajo de la regadera.
Cuentan quienes estuvieron en la Plaza que en un momento recrearon en una pantalla imágenes de la tragedia. Con el rostro desencajado, el artista preguntó si era necesario traer del pasado las imágenes del dolor y los organizadores apagaron el proyector.
Reloj que marca una hora
Meses después del terremoto, la Ciudad de México trabajó a marchas forzadas para poner la casa en orden y ser la sede principal de la Copa Mundial de Futbol de 1986.
A pesar de sus cicatrices en la dermis y la epidermis, los mexicanos se abrieron a la belleza. Gozaron con el gol de tijera de Manuel Negrete contra Bulgaria, uno de los más hermosos de los Mundiales según la FIFA, y vieron a un impredecible Diego Armando Maradona, que anotó un gol con la mano… y culparon a Dios.
Los cascajos de las secciones norte y central del edificio Nuevo León fueron removidos; el bloque sur, con fracturas, resultó dinamitado y en el lugar de la desgracia fue levantado un humilde reloj de sol que marca las 7:19 de la mañana, hora del antes y después.

Hace 40 años las ondas sísmicas llegadas del Pacífico provocaron dolor. Quebraron vidas, familias y edificios, sin embargo, como nunca antes, los mexicanos mostraron de manera nítida su capacidad para reinventarse, abrazar con amor y con fuego. El gobierno, se demostró, no estuvo a la altura. Hubo quienes robaron, pero por cada pillo aparecieron contingentes decididos a darlo todo por los otros.
Si bien es un homenaje a los muertos en la tragedia, ese reloj en Tlatelolco también simboliza los pequeños milagros del terremoto, como el de Óscar Flores Lomelí, convencido de haber ganado al cambiar su brazo zurdo por el conocimiento para crecer como hombre y ser menos egoísta.
Quedan los testimonios de la labor de Los Topos y el aliento de decenas de animales que le fueron arrancados a la muerte, entre ellos un loro malhablado.
Hubo milagros, claro que sí. Como el del campeón de karate que saltó desde la ventana del quinto piso de su hotel en el centro de la ciudad y se salvó. O el de la mujer que cerca del Mercado San Camilito, por la Plaza Garibaldi, le abrió el vientre al cadáver de su hija embarazada y salvó al bebé. Y el de los recién nacidos rescatados bajo los escombros en el Centro Médico, o como el de los numerosos artistas que utilizaron la fama para atraer apoyos.
Y cómo olvidar a esa mujer anónima que, como ‘La donna e mobile’ que Plácido interpretó con voz de trueno luego de reponerse del polvo tlatelolca, se puso exigente antes de permitir que la salvaran de entre los escombros. Emilia, como la del aria de Verdi, vaya que fue una mujer voluble: primero rezó por su vida y luego demandó una manzana.
ASG