Desesperación, muerte, sorpresa y resiliencia. Con esos ingredientes se forjó en 1985 un grupo que jamás imaginó convertirse en símbolo mundial: Los Topos Azteca.
Eran ciudadanos comunes, sin preparación médica, sin equipo adecuado, sin protocolos. Taxistas, contadores, docentes. Lo único que llevaban era la urgencia de salvar vidas bajo toneladas de concreto.


El sismo del 19 de septiembre de aquel año, de 8.1 grados, devastó la Ciudad de México. Y entre el polvo y el silencio roto por gritos de auxilio, nació una brigada que cambió para siempre la manera en que este país enfrentó la tragedia.
“Cuando ves la muerte tan cerca, la vida tan cerca, se te rompe algo y se produce esa epifanía. Ahí nace un nuevo ser, ahí nace el topo”, recuerda Héctor Méndez, fundador del grupo.

Polvo, muerte y supervivencia
El recuerdo del edificio Nuevo León, en Tlatelolco, sigue tatuado en la memoria colectiva. Entre escombros, Carlos Méndez, uno de los rescatistas, aún revive lo que sus ojos nunca quisieron ver:
“Entramos buscando entre el polvo, de repente vi un dedito gordo de un niño, empecé a limpiarlo y me di cuenta que ya estaba muerto”.
Pero también hubo supervivencia: “Nos dijeron llévenselos a un lugar seguro… y así empezamos a sacar personas”, agrega.

Fueron 18 días de búsqueda. Cientos de cadáveres rescatados, decenas de sobrevivientes arrancados a la muerte.
“Era un espectáculo dantesco, de película. Mucho ruido, caos. Todos querían ayudar, muchos sin saber cómo y lastimando sin querer a las víctimas”, relata Héctor.

El nombre y la misión
El mote de Topos se lo dieron mineros hidalguenses que llegaron a ayudar. Ellos se autodenominaron Tuzos para no confundirse con el improvisado grupo capitalino. El apodo quedó, y desde entonces es sinónimo de esperanza en medio del desastre.
La organización era precaria: recorridos a pie, cuerpos depositados en morgues improvisadas, olores insoportables, ataúdes rústicos hechos con prisa.

“Pasábamos por la delegación y había un montón de cuerpos… olía ya en ataúdes así rústicos. Era impresionante, como humano dices ‘chin’, pobre familia’. Muchos jamás encontraron a los suyos”, recuerda Cándido Pérez, otro de los integrantes.

De Tlatelolco a las costureras
La brigada no se detuvo en Tlatelolco. El edificio de San Antonio Abad, conocido como el de las costureras, fue su siguiente escenario de horror.
“Recuperamos como 110 cadáveres de señoras. Había dos jovencitos atrapados contra una columna, frente a frente. No tenían lesiones, pero no pudieron liberarse y ahí murieron”, narra Méndez.
Tampoco olvidan la vieja Procuraduría del Distrito Federal, donde ayudaron a un joven a recuperar a su madre. “Sabía exactamente dónde estaba: en la escalera, tomándose un café. Cuando sacamos el cuerpo, todavía tenía el pan en la mano y el jarrito entre los escombros”, dice con voz quebrada el veterano rescatista.

Tras 40 años después
Han pasado cuatro décadas y la imagen de un traje naranja sigue siendo un símbolo de alivio. Los Topos no se quedaron en México: viajaron a terremotos en Turquía, Haití, Japón, Nepal, Chile… donde la tierra tiembla, ellos aparecen.
Lo que nació del caos de 1985, con manos vacías y corazones saturados de miedo, se convirtió en una de las brigadas de rescate más respetadas del mundo.

Cuarenta años después, siguen en pie. Porque cuando la vida se esconde entre ruinas, ellos saben que no hay polvo, ni silencio, ni oscuridad capaz de detenerlos.

HCM